Quirón, el centauro que habita en nuestra alma

Quirón fue un personaje mítico mitad hombre y mitad caballo. Era considerado, en sus tiempos, un sabio sacerdote y gobernante de los centauros. Su doble naturaleza (animal y humana) simboliza, arquetípicamente, la doble naturaleza, humana y divina, de cada hombre, así como la lucha entre la pasión y la cultura a la cual se encuentra arrojado. Goethe, en el Fausto,describe esto de un modo muy hermoso:

Dos almas ¡ay de mí!, imperan en mi pecho y cada una de la otra anhela desprenderse. Una, con apasionado amor que nunca se fatiga, Como con garras de acero a lo terreno se aferra. La otra a trascender las nieblas terrestres aspira, buscando reinos afines y de más alta estirpe.

Hay varios relatos sobre el origen de Quirón. El más aceptado narra que sus padres fueron Cronos (el tiempo) y la ninfa Filira (hija de Océano y Tetis). Cronos, que estaba buscando a su hijo Zeus (a quien su esposa Rea había ocultado para que no fuera devorado por su padre como sus hermanos), vio a Filira y se enamoró de ella. La ninfa, para huir del ardor de Cronos, se transformó en una yegua, pero éste la engañó convirtiéndose en un hermoso caballo y acabó haciendo el amor con ella. De esta unión nació Quirón, con cuerpo y patas de caballo y torso, brazos y cabeza de hombre. Al ver a su hijo Filira se horrorizó y rogó a los dioses dejar de ser lo que era y éstos, por piedad, la convirtieron en tilo. Así, con su madre transformada en árbol y su padre ausente, Quirón quedó abandonado y fue adoptado por Apolo, quien cumplió para él las tareas de padre adoptivo y maestro. Con el tiempo Quirón se convirtió en un buen amigo de los hombres, prudente, benévolo, sabio y médico, y brindó su ayuda a Aquiles, Peleo, Jasón, Asclepio, entre otros célebres héroes mitológicos.

En una oportunidad Hércules, que había sido invitado a un banquete por los centauros, comenzó a disputar con ellos. Con una flecha hirió en una pata a Quirón provocándole una herida incurable. Esta herida representa, psicológicamente, dos cosas. Primero, el rechazo a los aspectos de nosotros mismos (nuestra sombra) que, en tanto escindidos, gritan su dolor desde la oscuridad de la exclusión y segundo, el hecho de que nada puede ser sanado en ausencia.

Quirón sufrió intensamente a causa de esta llaga que, a pesar de su deseo, no podía hacerlo morir, pero que tampoco lograba él curar. Finalmente consigue alcanzar su descanso mediante un cambio de destinos con Prometeo.

Prometeo estaba encadenado, por orden de Zeus, a una roca como castigo por haber robado, del Olimpo, el fuego para dárselos a los hombres, y todos los días un águila le devoraba su hígado, que volvía a crecerle por la noche.

Zeus había establecido que Prometeo podría ser liberado sólo si algún dios renunciaba a su inmortalidad y ocupaba su sitio. Hércules (quien había herido a Quirón) le pidió a su padre Zeus que permitiera el intercambio de lugares entre Quirón y Prometeo. Aquél aceptó y luego de nueve días de ocupar el sitio de Prometeo, Quirón muere. Zeus, en homenaje, lo inmortalizó bajo la forma de la constelación de Centauro.

Este hecho simboliza que la misma fuente que causa nuestras heridas es la que nos puede sanar; que aquello que llevamos dentro de nosotros y nos lastima permanentemente es lo que debe acudir en nuestra ayuda, porque de otra manera seguiremos siendo víctimas de nuestro propio inconsciente, sin darnos cuenta de que es nuestra propia destructividad la que nos hiere.

Cuando alguien muere reaviva la herida que hay en nuestra alma. El abandono, el rechazo, la soledad, la finitud vuelven a nuestra conciencia enfrentándonos al hecho de que sólo podemos sanarla si aceptamos, como Quirón, renunciar a la inmortalidad y conectarnos profundamente con nuestros infiernos personales donde moran las causas de nuestros apegos, dependencias y melancolías más profundas.

La muerte de un ser amado puede reavivar la herida pero también puede ser una oportunidad para sanarla. Cada quien debe encontrar al héroe (Hércules) interior que lo ha herido pero que también lo va a sanar, y comprender que, al ocupar el lugar de Prometeo, iluminamos nuestra conciencia con una luz capaz no sólo de aventar las sombras sino también de dar el calor (afectos) que abrigue y cure nuestra vida.

De manera que una muerte puede significar un poderoso crecimiento espiritual, el comienzo de un nuevo camino.

La muerte de un ser amado puede funcionar en nuestra historia como la flecha de Hércules, que nos enfrenta ante la herida que nos hace sufrir, pero que nos da la oportunidad de crecer y transformarnos en algo diferente y mejor de lo que somos o, también, puede significar el quedar estancados y bloqueados, enterrando las posibilidades que ella convoca. Así, de este último modo, pasa a convertirse en una muerte inútil.