El camino al cielo pasa primero por el infierno

Hay que volver a pensar el infierno y a su rey mitológico, Hades, desde un lugar diferente. Hades, como un adversario que plantea problemas y obstáculos para hacernos avanzar en la vida, y el infierno, como aquello que aún no ha llegado a convertirse en cielo.

Descender a los infiernos es una metáfora para hablar del proceso de tomar contacto con el inconsciente, penetrar en los repliegues del mundo abismal que no miramos, bucear en lo desconocido de nosotros mismos para así dar lugar al renacimiento de lo que yace allí perdido. Sólo abrazando nuestra sombra, podemos revivir nuestras partes muertas. Al morir con nuestros muertos nos ponemos en comunicación con ellas y allí radica el verdadero dolor que nos hace llorar, allí está la verdadera herida del alma que hay que sanar. Nos damos cuenta de que lo muerto no está afuera sino adentro.

Descender al infierno personal es un viaje heroico. Hay que despertar el héroe interior y enfrentar con su fuerza los problemas que la vida va planteando y, como en todo mito heroico, hay que partir del hogar, de los lugares conocidos, de la conciencia, para aventurarse en un recorrido hacia los territorios desconocidos, lo inconsciente. En este viaje sólo se regresa cuando se ha realizado la tarea, cuando nuestra alma ha visto y aprendido lo que tenía que aprender con la experiencia que le tocó vivir, cuando hemos integrado la sombra a nuestra conciencia, cuando hemos hecho cielo del infierno.

La muerte de un ser querido nos enfrenta con nuestras propias muertes interiores, con nuestros infiernos tan temidos, con nuestras heridas que sentimos incurables. Nos enfrenta con el arquetipo de Quirón que todos mantenemos vivo y marcado a fuego en nuestra alma. Cuando sanamos una pérdida no sólo sanamos nuestro duelo sino nuestra herida esencial y aprendemos a darnos cuenta de que cuando nos apegamos al sufrir nos herimos a nosotros mismos.

Las heridas del alma duran mucho tiempo. Sólo éste las puede curar. Pero un tiempo invertido en el trabajo de desprenderse de todo aquello que ata a la creencia de que en las sombras no hay luces y que en la muerte no hay vida. Un tiempo en el cual transformamos los recuerdos dolorosos en caricias sanadoras.