Haz tu propio viaje alquímico

En estas páginas que acabamos de recorrer juntos he querido contagiarte mi interés y pasión por la alquimia. Pero te confieso que mientras escribía he temido una y otra vez, como les pasaba a los alquimistas, que mi recorrido a vuelapluma por esta hermosa disciplina milenaria no hiciera justicia a su profundidad, a su poesía. Y es que la alquimia intenta reflejar, a través de sus imágenes, de sus experimentos concretos y sensoriales, y de su lenguaje metafórico —al que en la Edad Media llamaban «el lenguaje de los pájaros»— la inmensa complejidad de nuestra mente humana. Intentar resumir este legado milenario en unas pocas páginas resulta imposible, lo sé. Lo que sí espero haber conseguido es convencerte de que, como los alquimistas, podemos explorar nuestra mente, recorrerla, aligerarla de muchos miedos y descubrir sus muchos talentos. Espero que la alquimia te recuerde que dentro de ti encierras un laboratorio misterioso donde hay oro escondido.

Claro que hay muchas maneras de hacer viajes alquímicos, y no todos pasan por el laboratorio del alquimista. ¡Ese es solo uno de los muchos viajes interiores que puedes emprender! Para descubrirse no hace falta irse lejos, aunque viajar físicamente —pisar la tierra, cansarse, luego tumbarse a dormir la siesta o disfrutar de un momento de sombra en un bosque umbrío después de cruzar un campo quemado y yermo, encontrar una fuente y saciar la sed— es un reflejo físico y palpable de nuestros retos, dificultades y alegrías internas. Por eso resultan tan atractivos los peregrinajes, esos recorridos que nos permiten plasmar en un viaje físico nuestro viaje mental, emocional o espiritual, según las creencias y los anhelos de cada persona. Ser peregrino físico o mental también es ser alquimista: un ser curioso, ávido de comprender y de comprenderse a sí mismo, abierto a la vida, a cada encuentro, a las señales de cambio, a lo inesperado, a un viaje de exploración interior, a la aventura de vivir.