«Reordenamos» nuestra vida cuando preferimos el es­píritu a las ilusiones de las circunstancias físicas. Cada vez que hacemos una elección, o bien nos involucramos más en el mundo físico ilusorio o bien invertimos energía en el po­der del espíritu. Cada uno de los siete chakras representa una versión o manifestación diferente de esta única enseñanza esencial. Cada vez que decidimos fortalecer nuestro poder interior, limitamos la autoridad que tiene el mundo físico so­bre nuestra vida, nuestro cuerpo, nuestra salud, nuestra men­te y nuestro espíritu. Desde el punto de vista de la energía, cada elección que fortalece el espíritu refuerza el campo ener­gético; y cuanto más fuerte es el campo energético, menos conexiones hay con personas y experiencias negativas.

Conocí a Penny en un seminario, cuando ella ya había co­menzado a reconstruir activamente su vida por su cuenta. Ha­bía estado dieciocho años casada con un hombre con quien tenía un negocio en sociedad. Ella era el cerebro de la empre­sa. Era alcohólica, lo que a su marido le venía muy bien por­que también era alcohólico. Él quería que ella bebiera, porque tenerla semiconsciente le daba más dominio en el matrimonio y en el negocio.

Habitualmente, cuando ella llegaba a casa del trabajo se ocupaba de los perros y los quehaceres domésticos. Su ma­rido le servía una copa de vino y le decía: «Ahora descansa. Yo me encargaré de la cena.» Cuando la cena estaba lista, ella ya estaba «borracha».

Después de unos diecisiete años así, Penny se dio cuen­ta de que tenía un problema. Pensó en asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero lo reconsideró: «Vivíamos en una ciudad pequeña. Si me veían entrar en esa reunión, pronto se correría el rumor.»

Así pues, pasaba en coche por delante de Alcohólicos Anónimos, pero jamás entraba. Llegó un momento en que tocó fondo. En lugar de volver con su marido, telefoneó a una amiga y le dijo: «Necesito ayuda.» La amiga la acompa­ñó a su primera reunión en Alcohólicos Anónimos.

La sobriedad le cambió la vida. Cuando recuperó el jui­cio, se dio cuenta de que nada en su mundo funcionaba y me­nos aún su matrimonio. Pese al miedo que tenía de romper su matrimonio, lo quetambién significaba dejar el trabajo, lo hi­zo, paso a paso. Se trasladó a otra ciudad, continuó asistien­do a las reuniones de A.A. y realizó cursos de desarrollo per­sonal, que fue donde nos conocimos. Decidió cambiar de aspecto, se hizo otro corte de pelo y adelgazó nueve kilos. En resumen, volvió a la vida. Aunque eso la dejaba en una situa­ción económica más vulnerable, decidió divorciarse de su ma­rido porque era «lo que necesitaba mi espíritu para ser libre». A medida que daba estos pasos, ella yyo hablábamos sobre cada uno de ellos ysobre cómo cambiaría su vida y bienestar. Aunque el divorcio cambiaría su situación financiera, necesi­taba descubrir si sería capaz de obtener ingresos sola. Deci­dió que creía lo suficientemente en sí misma para suponer que sí sería capaz. Estudió y trabajó para ser monitora de progra­mación neurolingüística (PNL). Por último conoció a James, un hombre fabuloso que coincidía con ella en lo referente a la salud y el desarrollo personal. Se casaron y actualmente dan seminarios sobre desarrollo personal en Europa.

La historia de Penny nos habla de la capacidad ilimitada que tiene cada persona para transformar su vida, si hay de­terminación y un fuerte sentido de responsabilidad perso­nal. Estas cualidades de poder son inherentes al tercer chakra. El compromiso de Penny con su propia curación es el sentido simbólico del sacramento de la confirmación. Se des­conectó de las personas y circunstancias negativas, llamó a su espíritu y descubrió que tenía una resistencia (Nétzaj) y dignidad (Hod) infinitas, mediante las cuales logró recons­truir su vida. Dado que fue capaz de hacer frente a sus te­mores, fue también capaz de liberarse de ellos y hacerse po­derosa, sana y próspera.

Cuanto más se fortalece el espíritu, menos autoridad ejerce en nuestra vida el tiempo lineal. Hasta cierto punto, el tiempo lineal es una ilusión del mundo físico, relacionado con la energía física de los tres primeros chakras. Para las ta­reas físicas necesitamos energía física; por ejemplo, cuando se trata de llevar una inspiración de pensamiento a forma, lo hacemos con pasos lineales. Pero cuando se trata de creer en nuestra capacidad para sanar, es necesario reexaminar el con­cepto de tiempo.

La ilusión de que curarse exige «mucho tiempo» tiene muchísima autoridad en nuestra cultura. Creerlo lo hace cierto. El Génesis dice que Yahvé «insufló un hálito de vi­da y el hombre se hizo un ser viviente». Cuando decidimos creer algo insuflamos nuestro hálito a esa creencia, dándole así autoridad.

Nuestra cultura cree que sanar de los recuerdos doloro­sos de la infancia requiere años de psicoterapia, pero no tie­ne por qué ser así. Si lo creemos, podemos sanar los recuer­dos dolorosos y quitarles la autoridad que tienen en nuestra vida de una forma muy rápida.

Llegamos a medir la duración del proceso de curación por el tiempo que le atribuye la mente tribal. Por ejemplo, actualmente la mente de grupo cree que ciertos cánceres tar­dan seis meses en matarnos, que las personas afectadas por el sida pueden vivir entre seis y ocho años, que el luto y la aflicción por la muerte del cónyuge requiere por lo menos un año, y que la aflicción por la muerte de un hijo podría no acabar jamás. Si creemos estas estimaciones, damos poder sobre nuestras vidas a la mente tribal en lugar de ejercer nues­tro poder personal. Si el espíritu de la persona es lo bastan­te fuerte para retirarse de la autoridad de una creencia de gru­po, es suficientemente capaz en potencia de cambiar su vida, como lo demuestra la excepcional historia de Margaret.

Conocí a Margaret en un seminario que di en New Hampshire. Según sus palabras, en su hogar recibió una educación «sencilla, corriente y estricta». Sus padres filtraban todo lo que leía y decidían quienes podían ser sus amigas. Jamás le permitieron asistir a ningún espectáculo que ellos conside­raran demasiado «extremista». A veces incluso tenía que leer el periódico a escondidas. Creció dominada por el miedo de sus padres a lo desconocido. Cuando llegó el momento de ele­gir una profesión, sus padres le dijeron que, dado que era mujer, había esencialmente dos ocupaciones posibles para ella: la enseñanza y la enfermería.

Margaret decidió ser enfermera. Poco después de gra­duarse en la escuela de enfermería, se casó con un hombre que, según sus palabras, era «sencillo, corriente y estricto. Me bus­qué una réplica de mis padres».

La pareja se trasladó a una pequeña ciudad donde ella ejerció su profesión como enfermera a domicilio. La comu­nidad era típicamente agradable y tenía sus personajes especiales, particularmente una mujer llamada Ollie, que por al­gún motivo se había ganado la reputación de «peligrosa».

Nadie hablaba con ella ni la invitaba a ninguna fiesta o acontecimiento social. Por Halloween, los niños la ator­mentaban. Esto sucedía desde hacía diez años.

Un día, Ollie llamó a la oficina central de enfermeras a domicilio, para solicitar asistencia. Todas las enfermeras se negaron a ir excepto Margaret.

Sintió cierta aprensión al acercarse a la casa de Ollie, pe­ro una vez dentro se encontró, según sus palabras, «con una mujer de cincuenta años, sola, inofensiva y necesitada de afecto».

Durante el tiempo que estuvo a su cuidado, entre ellas nació una buena amistad. Cuando Margaret se sintió más en confianza, le preguntó a Ollie cuál era el origen de la reputación que tenía. Ollie se quedó callada un rato y después le contó que de pequeña «le había venido un poder, así, de re­pente». Ese poder curaba a personas. Su padre comenzó a vender sus servicios curativos a todos los que los necesita­ban y ganó bastante dinero, hasta que «un buen día el poder sencillamente se acabó». Su padre creyó que era tozudez de ella, y trató de obligarla a golpes a hacerlo volver, pero el po­der no volvió.

Cuando llegó a la mayoría de edad, Ollie se marchó de casa y se fue a una ciudad donde nadie la conocía. Allí tra­bajó como mujer de limpieza y a los treinta y dos años se ca­só. Del matrimonio nacieron dos hijos. El hijo menor en­fermó gravemente de leucemia a los cinco años. El doctor les dijo que se prepararan para la muerte del niño, porque era inevitable. Entonces ella le contó a su marido lo del poder que había tenido cuando era niña, y le pidió que la acompa­ñara en la oración. Pidió a Dios que le concediera una vez más ese don para sanar a su hijo. Se arrodilló junto a la cama del niño, oró y luego le impuso las manos. A los dos días el niño ya manifestaba señales de recuperación; a la semana era evidente que estaba recobrando la salud; a los dos meses, es­taba totalmente recuperado.

El doctor les preguntó qué habían hecho, qué tratamien­to le habían dado al niño. Ollie le pidió a su marido que no se lo dijera, pero él le contó exactamente todo lo ocurrido.

La reacción del médico fue decir que Ollie era «peligro­sa» y le aconsejó a su marido que tuviera «cuidado con ella, que podría ser una bruja o algo así».

Cinco meses después, Ollie llegó un día a su casa y se en­contró con que su marido se había marchado, llevándose a las dos hijos. El marido solicitó el divorcio, y se lo conce­dieron por motivos de trastorno mental de Ollie. Aquello la desbordó. Le contó a Margaret que había tratado varias ve­ces de ver a sus hijos, pero en vano. Desde entonces no los veía.

La amistad entre Margaret y Ollie se fue haciendo cada vez más fuerte. El «poder» de Ollie estimuló a Margaret a leer libros sobre curación, el poder de sanar y la espiritualidad. Ollie le había abierto un mundo nuevo. Cuanto más apren­día, más pensaba en sus padres, en su miedo a las ideas nue­vas y en su empeño en que ella sólo aprendiera «cosas co­rrientes», de acuerdo con su estilo de vida corriente.

Margaret trató de contarlo a su marido todo lo que esta­ba aprendiendo, con la esperanza de que encontrara la in­formación tan estimulante como la encontraba ella. Pero él se sintió amenazado por Ollie y esas nuevas ideas, y un buen día le prohibió que siguiera viéndola.

Por aquel entonces Margaret ya necesitaba ver a Ollie, no sólo por lo mucho que la quería sino también porque con ella estaba aprendiendo cosas acerca del poder de sanar, que era la energía del amor de una fuente divina. Esta vez no que­ría dejarse dominar por los miedos de otra persona.

Margaret entró en la peor crisis de su vida, no sólo a cau­sa de Ollie, sino porque se sentía «entre dos mundos de pen­samiento». Sabía que, viera o no a Ollie de nuevo, jamás podría volver a sus primeras creencias sobre la curación y la espiritualidad. Deseaba continuar aprendiendo, y finalmen­te le dijo a su marido que, pensara él lo que pensase, estaba decidida a cumplir con su deber de atención domiciliaria a Ollie. Su marido comenzó a decirle cosas como: «Esa mujer te tiene hechizada. Vete a saber qué más hay entre vosotras.» El ambiente en casa llegó a un punto que se le hizo insopor­table, y Margaret se mudó a un apartamento. Pensó que tal vez una separación temporal resultaría beneficiosa para el matrimonio.

Sus colegas y amigas se pusieron de parte de su marido. Le decían que iba a sacrificar su matrimonio por una loca moribunda. Nadie entendía sus motivos para hacer lo que hacía. Ella oraba «pidiendo un milagro sin restricciones», con lo cual quería decir que no le importaba cómo resolvie­ra Dios la crisis, simplemente deseaba que acabara.

Pasados unos cuatro meses, recibió un mensaje de su ma­rido, en el que le decía que tenían que verse. Ella creyó que iba a pedirle el divorcio, pero no, lo que quería decirle era que le habían diagnosticado cáncer de colon. Estaba asusta­do. Y entonces se produjo el milagro. ¿Podría Ollie sanar­lo?, le preguntó. Margaret se estremeció de emoción. Inme­diatamente fueron a casa de Ollie.

Ollie le explicó a él que el poder venía de Dios y que de­bía concentrar su atención en eso. Le hizo una imposición de manos que no duró más de diez minutos. El hombre se recuperó del cáncer de colon en tres meses. Después de eso su deseo de cuidar de Ollie se convirtió en obsesión, tanto que insistió en que se instalara en la casa de ellos, donde vi­vió hasta su muerte.

«Ahora a mi marido le parece poco todo lo que hace por mí o por los demás. Celebramos en casa ceremonias de cu­ración, en las que oramos con otras personas y les ofrecemos instrucciones para sanar. Jamás hubiera creído que esto po­día ocurrir. Es imposible contar las veces que mi marido me ha dicho: "Cada día agradezco a Dios en mis oraciones que tuvieras el valor de oponerte a mí y atenerte a tus creencias. Hoy estoy vivo gracias a ti."»

Sin duda alguna, los recuerdos de nuestra infancia pueden ser fuente de mucho dolor; sin embargo, es posible que, como a Margaret, se nos presenten oportunidades de utilizar ese dolor para estimularnos a hacer otras elec­ciones.