Si bien la creatividad, la sexualidad, la moralidad y el dine­ro son formas de la energía de poder del segundo chakra, es también necesario hablar del deseo de poder personal. El poder es una manifestación de la fuerza vital. Necesitamos poder para vivir, prosperar, funcionar. La enfermedad, por ejemplo, es la compañera natural de las personas impotentes. Todo lo que atañe a la vida está, de hecho, ligado a nuestra relación con esta energía llamada poder.

Sentimos una sensación de poder a la altura del primer chakra, cuando estamos con un grupo de personas a las que, en cierto modo, nos hallamos unidos como por una corriente eléctrica. Un ejemplo de este tipo de poder es el entusiasmo de los hinchas deportivos o los que participan en una cam­paña política; el entusiasmo une a las personas que respaldan al mismo equipo o la misma causa. El tipo de poder del se­gundo chakra, sin embargo, expresa esta energía en formas físicas, como el materialismo, la autoridad, el dominio, la propiedad, el atractivo sexual, la sensualidad, el erotismo y la adicción. Todas las formas físicamente seductoras que pue­de adoptar el poder están energéticamente conectadas con el segundo chakra. Y a diferencia del poder del primer chakra, cuya naturaleza es grupal, el segundo tiene una naturaleza uno-uno. Cada uno de nosotros, como persona individual, necesita explorar su relación con el poder físico. Necesita­mos saber cómo y cuándo estamos dominados por un poder externo y, si es así, a qué tipo de poder somos más vulne­rables.

El poder es la fuerza vital, y nacemos conociéndolo. Des­de que somos pequeños nos ponemos a prueba y ponemos a prueba nuestra capacidad para saber qué y quién tiene po­der, para aprender a adquirir poder y a utilizarlo. Mediante estos ejercicios infantiles descubrimos si tenemos lo que ha­ce falta para adquirir poder. Si lo tenemos, comenzamos a soñar con lo que nos gustaría realizar de mayores. Pero si de­cidimos que somos incapaces de atraernos la fuerza vital, co­menzamos a vivir en una especie de «deuda de poder». Nos imaginamos sobreviviendo solamente gracias a la energía de otras personas, no a la nuestra.

En las personas que confían en su capacidad para adqui­rir poder, los sueños normales suelen convertirse en fanta­sías de poder. En el peor de los casos, podrían llenar su men­te de ilusiones de grandeza. Entonces, la mente racional se eclipsa debido a un deseo de poder que sobrepasa los pará­metros del comportamiento aceptable para incorporar todos y cada uno de los medios que lleven a ese fin. El apetito de poder puede convertirse en una adicción que desafía la voluntad de Dios. El ansia de poder por el poder es tema de numerosos escritos y mitos de egos humanos que, en última instancia, son humillados por el designio divino.

El desafío para todos no es convertirnos en «célibes de poder», sino conseguir la suficiente fuerza interior para re­lacionarnos cómodamente con el poder físico sin vender el espíritu. Eso es lo que significa «estar en el mundo pero no ser del mundo». Nos fascinan las personas que son inmunes a las seducciones del mundo físico; se convierten en nuestros héroes espirituales.

Gandhi tenía una relación limpia con el poder. Su deseo de mejorar la vida del pueblo de la India tenía más motiva­ciones transpersonales que personales. En su vida personal, ciertamente sufrió grandes tormentos por el poder, concreta­mente en el aspecto sexual. Pero sus sufrimientos personales sólo dieron más credibilidad a sus consecuciones globales: reconoció sus imperfecciones e intentó conscientemente sepa­rar su debilidad de su trabajo social, a la vez que trataba de utilizar ese poder para evolucionar espiritualmente.

El personaje cinematográfico Forrest Gump conquistó el corazón de millones de personas principalmente debido a su comportamiento ético hacia el poder del mundo físico.

Lo curioso es que Gump no aparecía como una persona es­piritual, y no rechazaba ni la actividad sexual, ni el poder, ni el dinero. Más bien conseguía todos esos objetivos gracias a su inocencia y su impermeabilidad a la contaminación del negocio de vivir. Jamás vendió su espíritu, por mucho mie­do o soledad que sintiera.

Durante los seminarios, cuando pido a los participantes que definan su relación con el poder suele cambiar drástica­mente la atmósfera de la sala. La tensión que se crea me ha­ce desear profundizar más en este asunto. Muchas personas cambian de postura en el asiento para cubrir su segundo chakra. Se cruzan de piernas, por ejemplo, o se inclinan apo­yando los codos sobre los muslos ysosteniéndose la cara con las manos. Me miran como diciendo: «¡Caramba! Esa pre­gunta es muy interesante, pero no te acerques mucho.»

Cuando ofrecen respuestas, invariablemente empiezan definiendo el poder como la capacidad de conservar el do­minio sobre el propio entorno, o como el vehículo para lo­grar que se hagan las cosas. Después pasan a decir que es la fuerza interior necesaria para dominarse uno mismo. El ras­go más sorprendente de todas las respuestas combinadas es que la mayoría define el poder como tener un objeto, ya sea ese objeto algo del mundo externo o del yo. Si bien el poder interior se reconoce como el ideal, en la práctica es menos popular que el poder externo, en primer lugar porque el po­der externo es mucho más práctico, y en segundo, porque en cierto modo el poder interno nos exige renunciar a nuestra relación con el mundo físico.

En esta fase de nuestra evolución, tanto en el plano cul­tural como individual, podemos reconocer que el poder ex­terno o físico es necesario para la salud. La salud es conse­cuencia directa de los principios espirituales y terapéuticos que asimilamos en la vida cotidiana. La espiritualidad y la psicoterapia contemporáneas subrayan que el poder perso­nal es fundamental para el éxito material y el equilibrio espiritual. Interviene directamente en la creación de nuestro mundo y salud personales.

David Chetlahe Paladin (su verdadero nombre) me con­tó su vida en 1985; murió en 1986. Su vida es un testimonio de la capacidad humana para lograr una clase de poder inte­rior que desafía las limitaciones de la materia física. Cuando lo conocí irradiaba una especie de fuerza y poder excepcio­nales, y yo sabía cómo había conseguido lo que tantas perso­nas desean conseguir. David fue uno de mis mejores maes­tros, una persona que dominaba la verdad sagrada Respetaos mutuamente,y transmitía totalmente a los demás la energía de la sefirá de Yesod y el sacramento de la comunión.

David era un indio navajo que se crió en una reserva du­rante los años veinte y treinta. A los once años ya era alco­hólico. En su adolescencia se marchó de la reserva, vagó du­rante unos meses y finalmente encontró trabajo en un barco de la marina mercante. Sólo tenía quince años, pero se hizo pasar por un chico de dieciséis.

A bordo del barco se hizo amigo de un joven alemán y de otro indio estadounidense. Juntos viajaron a los puertos de escala de todo el océano Pacífico. David se dedicaba a dibujar, como pasatiempo. Uno de los temas que dibujaba eran los búnker que estaban construyendo los japoneses en las diversas islas de los Mares del Sur. Era el año 1941.

Sus dibujos de búnker cayeron finalmente en manos de los militares estadounidenses. Cuando fue llamado a filas, su­puso que continuaría su trabajo de dibujante, pero lo envia­ron a participar en una operación secreta contra los nazis. El ejército había reclutado a indios navajos y de otras tribus pa­ra formar una red de espionaje. Los agentes se situaban detrás de las líneas enemigas y transmitían información a la base prin­cipal de operaciones en Europa. Dado que todas las transmi­siones por radio podían ser interceptadas, se utilizaban idio­mas indios para evitar que el mensaje fuese interpretado.

En una ocasión en que David estaba detrás de la línea enemiga, fue sorprendido por soldados nazis. Los nazis lo torturaron de muchas formas, entre otras, clavándole los pies al suelo y obligándolo a permanecer de pie durante varios dí­as. Después de sobrevivir a ese horror, fue enviado a un cam­po de exterminio porque era «de raza inferior». Cuando lo estaban empujando para que subiera a un vagón de tren, no­tó que le metían un rifle entre las costillas para que se diera prisa. Se volvió para mirar al soldado nazi: era el joven ale­mán que había sido su compañero a bordo del barco mer­cante.

Su amigo alemán consiguió que lo trasladaran a un cam­po de prisioneros de guerra, donde pasó los años restantes. Tras la Liberación, los soldados estadounidenses lo encon­traron inconsciente y moribundo. Transportado a Estados Unidos, David pasó dos años y medio en coma en un hospi­tal militar de Battlc Creek (Michigan). Cuando finalmente salió del coma, tenía el cuerpo tan debilitado por sus expe­riencias en el campo de prisioneros que no podía caminar. Le pusieron unas pesadas tablillas de refuerzo en las piernas, y con muletas lograba recorrer distancias cortas.

David decidió volver a su reserva, para dar el último adiós a su gente, antes de ingresar en un hospital para vete­ranos de guerra donde pasaría el resto de su vida. Cuando llegó a la reserva, sus familiares y amigos se quedaron ho­rrorizados al ver el estado en que se encontraba. Se reunie­ron en consejo para decidir cómo podían ayudarlo. Después del consejo, los ancianos se acercaron a él, le quitaron las ta­blillas de las piernas, le ataron una cuerda a la cintura y lo arrojaron al agua. «David, llama a tu espíritu —-le ordena­ron—. Tu espíritu ya no está en tu cuerpo. Si no lo llamas pa­ra que vuelva, te soltaremos. Nadie puede vivir sin su espí­ritu. Tu espíritu es tu poder.»

Según me contó David, «llamar a su espíritu» fue la ta­rea más difícil de su vida. Fue más difícil que soportar que me clavaran los pies al suelo. Vi las caras de aquellos nazis.

Reviví todos los meses pasados en el campo de prisioneros. Sabía que tenía que desprenderme de mi rabia y mi odio. Apenas podía evitar ahogarme, pero oré para dejar salir la rabia de mi cuerpo. Eso fue lo único que pedí, y mi oración fue escuchada.

David recuperó el uso total de sus piernas y continuó con su vida. Se convirtió en chamán, pastor cristiano y sanador. También volvió a dibujar y conquistó la fama.

David Chetlahe Paladín irradiaba un tipo de poder que parecía ser la gracia misma. Tras sobrevivir a una confronta­ción con el lado más oscuro del poder, trascendió esa oscu­ridad y pasó el resto de su vida sanando y estimulando a las personas a «llamar a su espíritu» para que vuelva de las ex­periencias que extraen de su cuerpo la fuerza vital.

El tema central de la unión de las energías dualistas de nuestras relaciones es aprender a Respetarnos mutuamente.Utilizando la energía del segundo chakra, la fuerza creado­ra de la sefirá de Yesod y la visión simbólica del sacramento de la comunión, podemos aprender a querer y valorar las uniones sagradas que formamos entre nosotros durante to­dos los días de la vida.

Gran parte de la forma en que reaccionamos ante los de­safíos externos está determinada por la forma en que reaccio­namos ante nosotros mismos. Además de todas las relaciones que mantenemos con personas, también debemos entablar una relación sana y amorosa con nosotros mismos, tarea que pertenece a la energía del tercer chakra.