De nuestra tribu aprendemos cosas relativas a la lealtad, el honor y la justicia, actitudes morales que son esenciales para nuestro bienestar y sentido de responsabilidad perso­nal y grupal. Cada una de ellas expresa la verdad sagrada con­tenida en el primer chakra, el primer sacramento y la prime­ra sefirá: Todos somos uno.Cada una de estas actitudes puede también volverse destructiva o tóxica sí se interpreta con un criterio estrecho.

La lealtad

La lealtad es un instinto, una ley no escrita de la que pue­den fiarse los miembros de la tribu, particularmente en pe­ríodos de crisis. Así pues, forma parte del sistema de poder tribal y suele tener más influencia incluso que el amor. Se puede sentir lealtad hacia un familiar al que no se ama, o ha­cia personas de la misma etnia aunque no se las conozca per­sonalmente. La expectativa de lealtad por parte del grupo ejerce un enorme poder sobre la persona individual, sobre todo cuando ésta se siente en conflicto respecto a su lealtad hacia alguien o hacia alguna causa que tiene grandes valores para la persona.

En una evaluación que hice a un joven afectado de can­sancio crónico recibí la impresión de que sus piernas estaban simbólicamente en su ciudad natal; su primer chakra estaba literalmente trasladando a su ciudad natal el poder de la par­te inferior de su cuerpo y su espíritu. El resto del cuerpo se­guía con él, por así decirlo, en el lugar donde residía, yesa división era lo que le causaba el cansancio crónico. Cuando le comuniqué mi impresión me dijo que nunca había queri­do marcharse de su ciudad porque su familia dependía mu­cho de él, pero que su empresa lo trasladó. Le pregunté si le gustaba su trabajo. «Hummm..., regular», fue su respuesta. Le sugerí que dejara su trabajo y volviera a casa, dado que su ocupación le interesaba muy poco. Dos meses después reci­bí una carta de él. Me decía que a los pocos días de nuestra conversación había presentado la dimisión y vuelto a su ciu­dad esa misma semana. Estaba curado de su cansancio y, aun­que aún no había encontrado otro trabajo, se sentía estupendamente.

La lealtad es una hermosa cualidad tribal, en especial cuando es consciente, cuando es un compromiso que sirve a la persona y a su grupo. No obstante, las lealtades extremas, que dañan la capacidad de la persona para protegerse a sí mis­ma, equivalen a una creencia de la que es necesario liberar­se. El siguiente caso, en el que intervino una violación tribal primaria, ilustra el sentido simbólico del sacramento del bau­tismo.

Tony, actualmente de treinta y dos años, pertenece a una familia de inmigrantes de la Europa del Este con siete hijos. Tenía cinco años cuando su familia se trasladó a Estados Unidos. Durante los primeros años de lucha por establecer un hogar en este país, a sus padres les resultó dificilísimo pro­veer las necesidades básicas de sus hijos. A los ocho años, Tony encontró trabajo en una tienda de caramelos de la lo­calidad para hacer pequeños servicios.

Su familia le agradecía muchísimo los diez dólares extra que aportaba semanalmente. A los dos meses el niño ya lle­vaba a casa casi veinte dólares a la semana y se sentía muy orgulloso de sí mismo; veía lo mucho que valoraban sus padres su contribución a los fondos familiares. Pero cuando ya es­taba establecida esa dinámica de valoración, el dueño de la tienda comenzó a hacerle insinuaciones sexuales. El asunto comenzó por sutiles contactos físicos, que finalmente de­sembocaron en una situación en la que el pederasta domina­ba totalmente al niño. Muy pronto, Tony se sintió tan do­minado que todas las noches tenía que llamar al dueño de la tienda para decirle que su relación seguía siendo un «secre­to entre ellos».

Tony continuó llevando esa doble vida y, comprensible­mente, su estado psíquico se fue debilitando. Sabía que esos frecuentes contactos sexuales con el «hombre de los carame­los» eran inmorales, pero su familia ya contaba con su con­tribución de casi cien dólares mensuales. Finalmente reunió el valor para contarle a su madre, con mínimos detalles, lo que tenía que hacer para ganar ese salario mensual. La reacción de su madre fue prohibirle que volviera a hablar de esas cosas. La familia contaba con que conservara ese trabajo, le dijo.

Tony continuó en la tienda de caramelos hasta los trece años. Los efectos de ese abuso influyeron en su vida escolar. Le costó mucho aprobar el primer curso de enseñanza secundaria, y a los quince años abandonó los estudios. Para seguir aportando dinero, entró a trabajar como aprendiz de peón de construcción y al mismo tiempo comenzó a beber.

El alcohol le servía para olvidar las horribles experien­cias de abuso sexual y le calmaba los nervios. Comenzó a be­ber todas las noches después del trabajo. A los dieciséis años ya era un experto en peleas callejeras y alborotador del ba­rrio. La policía lo llevó a casa varias veces por provocar pe­leas y cometer actos de vandalismo no graves. Su familia tra­tó de obligarlo a que dejara de beber, pero no lo consiguió. Una vez que sus amigos lo llevaron a casa después de una no­che de borrachera, les gritó enfurecido a sus padres y her­manos por no haberlo rescatado del «hombre de los cara­melos». Sabía que su madre le había contado a su padre lo de los acosos porque, aunque no le dijeron que dejara el traba­jo, prohibieron a sus hermanos que fueran a esa tienda. Des­pués se dio cuenta de que sus hermanos también sabían lo sucedido, pero lo comentaban como si fuera un chiste, insi­nuando a veces que él disfrutaba.

A los veinticinco años, Tony montó una pequeña em­presa de albañilería por su cuenta; él y su equipo de cuatro hombres realizaban pequeñas obras de reparación en las ca­sas del barrio. Consiguió mantener bastante próspera su em­presa hasta los veintiocho años. A esa edad, su problema con el alcohol se agravó tanto que empezó a sufrir ataques de pa­ranoia, durante los cuales creía estar rodeado por demonios que le ordenaban que se suicidara. A los veintinueve ya ha­bía perdido su empresa y su hogar, y se entregó totalmente al alcohol para resistir la situación.

Yo lo conocí un mes después de que comenzara a traba­jar nuevamente. Lo habían contratado para hacer reparacio­nes en una casa cercana a la mía, y nos conocimos allí casi por casualidad. Aunque se las arreglaba para dirigir a su peque­ño equipo, bebía durante el trabajo. Yo le hice un comenta­rio al respecto.

—Usted también bebería si tuviera mis recuerdos —me contestó.

Lo miré y, al observar el modo en que sostenía su cuer­po, supe al instante que habían abusado sexualmente de él cuando era niño. Le pregunté si deseaba hablar de su infan­cia. Algo lo motivó a abrirse y sacó fuera ese capítulo oscu­ro de su vida.

Después de eso nos encontramos unas cuantas veces pa­ra hablar de su pasado. Al escucharlo me di cuenta de que el dolor de saber que su familia no había querido ayudarlo era mayor que el dolor causado por el abuso sexual. De hecho, sus familiares lo consideraban un borracho y estaban con­vencidos de que fracasaría una y otra vez en la vida. El do­lor causado por la traición de su familia lo estaba destru­yendo. Curiosamente, ya había perdonado al hombre de los caramelos. El asunto inconcluso era con su familia.

Dos meses después de conocemos, Tony decidió, él so­lo, entrar en un programa de tratamiento del alcoholismo. Cuando lo terminó fue a visitarme y me contó el efecto sa­nador de las sesiones de terapia. Sabía que tendría que tratar sus sentimientos negativos hacia su familia.

En los círculos terapéuticos se sabe que la reconciliación casi siempre significa enfrentarse a las personas con quienes se tienen asuntos inconclusos y limpiarse las heridas delan­te de ellas. En el mejor de los casos, las personas que nos han herido piden disculpas y se produce alguna forma de reno­vación o cierre. Pero Tony comprendió que su familia jamás sería capaz de reconocer su traición. Sus padres, en particu­lar, se sentirían demasiado avergonzados incluso para escu­char su historia. Eran emocionalmente incapaces de recono­cer que sabían lo que había tenido que hacer esos años para ganar dinero.

El decidió, por lo tanto, recurrir a la oración y continuar con la psicoterapia.

Cuando ya llevaba más de un año de sobriedad y com­promiso con la oración me dijo que había desaparecido su rabia contra su familia. Yo te creí. Dado el miedo que tenían sus padres de no lograr sobrevivir con tan poco dinero en un país desconocido, tal vez hicieron lo único que eran capaces de hacer. Tony se esforzó por renovar los lazos con su fami­lia y, a medida que su empresa fue prosperando, su familia comenzó a hablar con orgullo de su éxito. Para él, eso re­presentó una petición de disculpas por los acontecimientos pasados.

Tony fue capaz de bendecir a su familia y de considerar­la la fuente de la fuerza que descubrió en su interior. Su viaje del ostracismo a la curación, el amor y la aceptación representa el sentido simbólico del sacramento del bautismo.

Otro hombre, George, llegó a uno de mis seminarios porque su esposa lo convenció de que asistiera. No era el par­ticipante típico. Se presentó como un «espectador», y desde el comienzo dejó muy claro que todo este «abracadabra» eran cosas que interesaban a su esposa, no a él.

Comencé el seminario con una introducción al sistema energético humano. George se dedicó a resolver un cruci­grama. Se quedó dormido durante la parte de la charla sobre la relación entre las actitudes y la salud física. En el descan­so le llevé una taza de café.

— ¿Conseguiré suscitar su interés por una bebida? —le pregunté, con la esperanza de que captara la indirecta de que prefería que mis alumnos tuvieran los ojos abiertos.

Después del descanso volví al primer chakra y a la natu­raleza de la influencia tribal. Noté que George estaba un po­co más atento. Al principio lo atribuí al efecto del café, pero cuando hablé de la influencia que tiene la primera progra­mación sobre nuestra composición biológica, comentó:

— ¿Quiere decir que todavía tengo en el cuerpo todo lo que me dijeron mis padres cuando era pequeño?

Su tono rayaba en el sarcasmo, pero era evidente que al­go del tema le había tocado una cuerda.

Le dije que tal vez no todo lo que le dijeron sus padres estaba todavía en su energía, pero que ciertamente muchas cosas sí.

—Por ejemplo, ¿qué recuerdos tiene de cómo conside­raban sus padres el envejecimiento? —le pregunté, porque sabía que él acababa de cumplir sesenta años.

Todos los participantes se quedaron en silencio esperan­do su respuesta. Tan pronto se dio cuenta de que la atención estaba puesta en él, se cohibió y adoptó una actitud casi de niño.

—-No lo sé. Nunca he pensado en eso.

—Bueno, piénselo ahora —le dije, y repetí la pregunta.

La esposa de George estaba en el borde del asiento, de­seosa de responder por él. Le dirigí una mirada que signifi­caba: «Ni se le ocurra», y ella se echó hacia atrás.

—No sé qué decir —dijo él—. Mis padres siempre me decían que trabajara mucho y ahorrara dinero porque tenía que ser capaz de cuidar de mí mismo en la vejez.

— ¿Y cuándo piensa envejecer?

George no supo contestar a esa pregunta, de modo que la planteé de otra manera: — ¿Cuándo envejecieron sus padres?

—Cuando llegaron a los sesenta, por supuesto.

—Así que a esa edad ha decidido hacerse viejo usted, cuando llegue a los sesenta.

—Todo el mundo es viejo a partir de los sesenta —con­testó él—. Así es la vida. Por eso nos jubilamos a los sesen­ta, porque somos viejos.

La sesión de la tarde se inició en torno a los comentarios de George. El explicó al grupo que siempre había creído que la vejez comenzaba a los sesenta porque ése fue el mensaje que reforzaron constantemente sus padres, ninguno de los cuales llegó a pasar de los setenta.

Hablamos de lo que significaba desconectarse de una creencia que no contiene ninguna verdad pero que, de to­dos modos, ejerce «poder» sobre nosotros. Ante la sorpre­sa de todos, incluidas su esposa y yo, George captó el con­cepto de inmediato, como si le hubieran regalado un nuevo juguete.

—¿Quiere decir que si me desconecto, como dice usted, de una idea, esa idea deja de tener voz y voto en mi vida?

El momento decisivo llegó cuando él miró a su esposa y le dijo:

—Yo ya no quiero ser viejo, ¿y tú?

Ella se echó a reír y a llorar al mismo tiempo, como hi­cieron todos los demás asistentes al seminario. Aún no sé ex­plicar por qué la comprensión de George «despegó» tan rá­pido. Rara vez he visto que alguien comprenda algo con tanta, rapidez y profundidad como él, cuando reconoció que el principal motivo de que estuviera envejeciendo era que creía que tenía que envejecer a los sesenta. Desde entonces Geor­ge ha disfrutado de la vida y comenzado a respetar su per­cepción interior de la edad, en lugar de dejarse gobernar por el concepto que tiene de ésta la sociedad.

El honor

Una tribu está unida no sólo por lazos de lealtad sino también de honor. El código de honor de cada tribu es una combinación de tradiciones yritos religiosos y étnicos. Los ritos como el bautismo u otras ceremonias tribales de ben­dición vinculan energéticamente a los nuevos miembros con el poder espiritual del grupo. Ese sentido del honor nos transmite fuerzas, nos pone de parte de nuestras relaciones de sangre y raciales, y nos enseña lo que significa cumplir la palabra y actuar con integridad.

Si bien normalmente el honor no se considera un com­ponente de la salud, yo he llegado a creer que bien podría estar entre sus componentes más esenciales, incluso en el mismo plano que el amor. El sentido del honor aporta una energía muy potente y positiva al sistema espiritual, bioló­gico e inmunitario, a los huesos y a las piernas. Sin honor es muy difícil, si no imposible, que una persona permanezca er­guida con orgullo y dignidad, porque carece de un marco de referencia para su comportamiento y decisiones, y así no puede confiar en sí misma ni en los demás.

El sentido del honor forma parte de lo que la tribu ense­ña a sus miembros acerca del rito tribal fundamental del ma­trimonio. Una mujer, que era la última de un tronco fami­liar, lo expresaba así: «Cuando se estaba muriendo, mi padre me hizo prometerle que tendría un hijo». Yo le dije que no ha­bía encontrado a ningún hombre con el que me apeteciera casarme. Sus últimas palabras fueron: «Cásate con cualquie­ra, pero continúa la familia.»

La forma en que los cónyuges se comportan enseña los criterios éticos a la siguiente generación. El adulterio está prohibido; sin embargo, los mayores de una tribu que co­meten adulterio dan permiso a sus hijos para quebrantar esa norma cuando sean adultos. El padre mantiene a la familia; sin embargo, un padre que abandona esa responsabilidad deja a sus hijos un significado muy distorsionado del compro­miso y la responsabilidad. Se nos enseña a tratar con respe­to a los demás; sin embargo, los progenitores que no se res­petan a sí mismos y mutuamente crían hijos que serán adultos no respetuosos. Sin la estabilidad moral de un código de conducta honrada, los niños se convierten en adultos incapaces de crearse una vida estable.

Hay que ser capaz de dar la palabra y atenerse a ella, sea a otra persona o a sí mismo. Hay que ser capaz de confiar en que uno va a terminar las cosas que comienza y a cumplir sus com­promisos. Cuando no confiamos en nosotros mismos, todos y todo nos parece temporal y frágil, porque así es corno nos sentimos por dentro. Un hombre me dijo: «No quiero vivir como vivían mis padres, siempre mintiéndose uno a otro. Pero vivo pensando que en cierto modo he heredado esa caracterís­tica y que si se presentan las circunstancias me comportaré igual.» Esa carencia de honor individual trasciende las fronte­ras de las tribus personales y pasa a la sociedad en general.

Conocí a Sam en un seminario durante el cual nos con­tó sinceramente la historia de su vida. Se crió en medio de la pobreza y sin figura paterna. Sentía una fuerte necesidad de ser líder, aunque sólo fuera de una pandilla. Era su forma de experimentar un sentido del honor. Se dedicó al narco­tráfico, negocio con el que ganaba casi 75.000 dólares a la se­mana. Tenía un grupo de «empleados» que lo ayudaban en tratos que suponían enormes sumas de dinero.

Un día, cuando iba conduciendo, puso la radio del co­che; estaban dando un programa de entrevistas. Estaba a punto de cambiar de emisora cuando la entrevistada hizo un comentario sobre la existencia de los ángeles. Dijo que cada persona tiene un ángel guardián, y que estos ángeles nos cui­dan y observan todas nuestras actividades. «No tenía el me­nor deseo de seguir escuchando lo que decía al respecto, pero derepente me acordé de mi abuela, que cuando yo era ni­ño me contaba historias sobre mi ángel de la guarda, que siempre me cuidaba. Había olvidado totalmente esas cosas, hasta que oí a aquella mujer hablar por la radio.»

En ese momento iba a hacer una entrega de drogas, pe­ro se sintió abrumado por la sensación de que su ángel lo es­taba mirando. «Me pasé todo el santo día pensando cómo iba a explicar cuando me muriera lo que hacía para ganarme la vida.»

Por primera vez en su vida comprendió que tenía un pro­blema que no sabía cómo resolver. «Había muchos tipos que contaban conmigo para ganar dinero. No podía ir y decirles: "Escuchad, chicos, tenemos que cambiar las cosas por­que esos ángeles están mirándonos y no nos conviene que se enfaden." Eran tipos duros, y no sabía cómo salir de esa si­tuación.»

Una noche, pocos días después de aquel programa de ra­dio, chocó con el coche contra un poste eléctrico y se produ­jo lesiones bastante graves en las piernas y en la parte inferior de la espalda. Sus «empleados» le aseguraron que ellos con­tinuarían con el negocio, pero él pensó que el accidente era una oportunidad para cambiar la dirección de su vida. Los médicos le dijeron que la recuperación del uso de las piernas sería un proceso largo y lento, y que era posible que tuviera que soportar un dolor crónico para el resto de su vida. Sam comenzó a leer libros sobre curación y sobre ángeles.

«Tenía la sensación de que si prometía no volver a las ca­lles, mis piernas sanarían. Les dije a mis compinches que ya no me sentía capaz de aguantar la presión y, no sé muy bien por qué, me creyeron. Yo creo que se debió a que querían mi parte en el negocio, pero a mí me vino muy bien. Me marché del barrio en cuanto pude y recomencé mi vida.»

Finalmente se metió en un tipo de «pandilla» diferente, un grupo de chicos que se reunía por las noches en un local de la YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos) cercano. Se consagró a ayudarlos a evitar la vida que él había llevado an­teriormente.

«Ahora gano poquísimo dinero, comparado con lo que estaba acostumbrado a ganar, pero la verdad es que eso no im­porta nada. Gano para vivir. Y cuando veo a esos chicos y ellos me cuentan sus sueños, les digo que todo es posible porque sé que es cierto. Incluso les digo lo importante que es enorgulle­cerse de lo que uno hace, y a veces les habló de sus ángeles. Esos chicos me hacen sentir que mi vida tiene una finalidad. Jamás había tenido esa sensación, y debo decir que produce una euforia mucho mejor que la que produce cualquiera de las drogas que vendía. Por primera vez en mi vida sé lo que es te­ner limpia el alma y sentirme orgulloso de lo que soy.»

Sam se ha convertido en un tipo diferente de «jefe de pandilla», que inspira honor y honradez entre los chicos con quienes trabaja. Ahora cojea, pero camina. «¿Quién se ha­bría imaginado que iba a andar más erguido cojeando ?», co­menta riéndose.

Todavía tiene días malos de dolor, como los llama él, pe­ro su actitud hacia la vida es de dicha interminable. Estimu­la a todas las personas que lo conocen, e irradia una estima propia que procede de su auténtico amor por la vida. No me cabe duda de que descubrir una finalidad en la vida favore­ció su curación.

La justicia

La tribu nos introduce en el concepto de justicia, nor­malmente con la ley del «ojo por ojo, diente por diente», o del «haz a los demás lo que quieres que ellos te hagan a ti», o la ley del karma: «El que siembra, recoge.» La justicia tri­bal mantiene el orden social y se puede resumir así: Es justo tratar de vengarse por actos dañinos sin causa; es justo hacer todo lo que sea necesario para protegerse y proteger a la propia familia; es justo ayudar a los familiares en actos de pro­tección o venganza. Es injusto poner en peligro a cualquier familiar para obtener un beneficio personal; es injusto no cumplir hasta el final un mandato tribal; es injusto ayudar a alguien a quien la tribu considera una amenaza o un peligro. El mandato en contra de hacer caer la deshonra o la ver­güenza sobre la familia ejerce una fuerza extraordinaria­mente controladora sobre cada uno de sus miembros.

Cuando un miembro de la tribu realiza algo de valor para los demás, estos participan automáticamente de una «recom­pensa energética». No es infrecuente que un miembro de la tri­bu «viva del poder» de otro miembro que se ha ganado fama pública. « ¿Qué hay en un apellido?», preguntamos a veces con desprecio. Hay muchísimo: la energía del orgullo o la ver­güenza que transmite el primer chakra de una persona. Violar la justicia tribal, por otra parte, puede ser causa de pérdida de poder para el sistema energético de la persona, hasta el punto que ésta puede sentirse permanentemente «desconectada» y tener dificultades para conectar con otras personas.

Por lo general, la tribu cree que hay un motivo «huma­namente lógico» para que las cosas ocurran como ocurren. Esta creencia causa una terrible aflicción. Algunas personas se pasan años tratando inútilmente de descubrir «el motivo» por el cual han tenido que soportar ciertos acontecimientos dolorosos; cuando no logran encontrar una razón satisfac­toria, acaban viviendo como envueltos en la niebla, incapa­ces de continuar con su vida y de dejar atrás el pasado.

Aunque la ley tribal es necesaria para mantener el orden social, no refleja el razonamiento del cielo. Pensando en el sentido simbólico del sacramento del bautismo se puede en­contrar un paso espiritual para salir de la trampa de la justi­cia humana y entrar en la naturaleza del razonamiento divi­no. Si logramos considerar que nuestras experiencias tribales están «organizadas» para favorecer el progreso espiritual, no la comodidad física, entonces comprenderemos que los acontecimientos dolorosos son esenciales para nuestro de­sarrollo personal, y no castigos de nuestros actos.

Cuando la justicia tribal obstaculiza el progreso espiri­tual, es necesario liberarse de su autoridad sobre el propio poder de elección. Este reto es uno de los más difíciles de los relacionados con el primer chakra, porque suele exigir una separación física de la familia o de un grupo de personas con las que hemos establecido lazos.

Patrick era un joven extraordinariamente encantador que asistió a uno de mis seminarios. Coqueteaba con toda mujer que se le pusiera a tres metros de distancia. Todas las personas que lo conocían lo encontraban jovial, simpático y acogedor. Trabajaba de auxiliar en la sala de urgencias de un hospital y era un excelente narrador; cuando contaba cosas de su vida, todos lo escuchaban embobados. Al parecer, po­cos notaban que sufría de dolor crónico en las piernas y en la parte inferior de la espalda. No podía estar sentado du­rante toda una charla; de vez en cuando tenía que ponerse de pie y estar así un rato para estirar el cuerpo. Caminaba con una ligera cojera.

Todos se imaginaban que Patrick era tan alegre en pri­vado como se mostraba en público, pese a que procedía de Irlanda del Norte, famosa por sus interminables conflictos religiosos y económicos, y a que probablemente en la sala de urgencias le había tocado ver más de una herida por disparo y a más de una víctima de coche bomba.

Una mañana me encontré con él durante el desayuno y me pidió que le hiciera una lectura, aunque le noté cierta in­comodidad o reticencia al decírmelo. Le pregunté la edad, y cuando entré en ese estado distanciado que permite recibir impresiones, me preguntó, nervioso:

— ¿Cuánto crees que eres capaz de ver?

Al instante recibí la impresión de que en esos momentos él estaba involucrado en una actividad militar y de que su in­tenso dolor en las piernas se debía a haber recibido fuertes golpes, hasta el extremo de quedar permanentemente lesionado.

— ¿Por que recibo la impresión de que llevas una doble vida, la mitad entre militares y la otra mitad en el hospital? ¿Perteneces a alguna organización militar?

Inmediatamente se puso tenso, noté rigidez en todo su cuerpo y su actitud. Al verlo convertirse de un ser humano simpático y acogedor en un desconocido glacial, compren­dí que yo acababa de cruzar una frontera peligrosa.

—Hay que estar preparado para protegerse en mi región del mundo —contestó.

Obviamente se refería a los eternos conflictos de Irlan­da del Norte. Pero yo supe inmediatamente que su energía no estaba implicada en la autoprotección sino en la agresividad.

—Creo que el peso de tu conexión con una organización de tipo militar es la causa de tu incapacidad para curar tu do­lor crónico —le dije—. En mi opinión, necesitas reducir tu vinculación con ese grupo, si no dejarlo totalmente.

—Algunas cosas son posibles y otras no —contestó él—. Uno no puede abandonar el poder de la historia, por mucho que quiera hacerlo. Además, una persona no puede cambiar fácilmente la forma en que se hacen las cosas. La venganza lleva a más venganza; una semana son mis piernas, la sema­na siguiente son las de ellos. Es un camino de tontos, pero una vez que estás en él, no puedes salir.

Estuvimos unos momentos en silencio, sin hablar nin­guno de los dos. De pronto él dijo:

—Ahora tengo que irme. Ya hemos dicho suficiente.

Yo creí que se refería a marcharse de la mesa del desayu­no, pero en realidad se marchó del seminario y nunca más volví a verlo.

No sé si Patríck se vio obligado alguna vez a quitarle la vida a una persona, pero si sé que el peso de su doble vida era lo que le impedía sanar sus piernas. Sencillamente era incapaz de dejar su «tribu militar», aunque fuera a costa de su sa­lud y del conflicto entre su sentido de justicia personal y el ambiente de venganza justiciera que lo rodeaba.

La enseñanza última del primer chakra es que sólo la jus­ticia verdadera está ordenada divinamente. Comprendí la profundidad de esta enseñanza cuando le estaba haciendo una lectura a una mujer que tenía un cáncer extendido por todo el cuerpo. Al recibir las impresiones de ella, vi una ima­gen de la crucifixión. Esa imagen no estaba conectada con su religión, sino con su sensación de haber sufrido una expe­riencia «Judas», la dificultad de sanar de una terrible traición.

Mientras pensaba en el significado de esa imagen, com­prendí que la experiencia Judas es un arquetipo que expresa que el razonamiento y la justicia humanos siempre nos fa­llan en algún momento, y que no tenemos poder para reor­ganizar los acontecimientos ni rehacer las cosas a fin de que sean como las habríamos querido. La lección de una expe­riencia Judas es que poner la fe en la justicia humana es un error y que hemos de pasar la fe de la autoridad humana a la divina. Es confiar en que nuestra vida está gobernada «con justicia divina», aunque no podamos verla. Hemos de hacer un esfuerzo por no amargamos ni aferramos al papel de víc­timas cuando nos traicionan o no podemos obtener lo que deseamos, como hizo la mujer que desarrolló cáncer a con­secuencia de su experiencia de traición. Necesitamos confiar en que no hemos sido víctimas en absoluto y en que esa ex­periencia dolorosa nos desafía a revisar dónde hemos colo­cado la fe. La historia de Erik es una clásica ilustración de có­mo es este desafío.

Conocí a Erik hace varios años en un seminario que di en Bélgica. Estuvo sentado en silencio durante todo el curso, y cuando éste acabó me anunció que él era el conductor que me llevaría a Ámsterdam. Yo estaba agotada y lo único que deseaba era dormir, pero cuando estábamos en camino me dijo:

—Permítame que le cuente mis experiencias.

En ese momento la perspectiva me pareció tan atractiva como meterme un palito en el ojo, pero de todos modos le dije:

—De acuerdo, tiene toda mi atención.

Hasta el día de hoy agradezco su insistencia.

Un día, hacía diez años, Erik vio que toda su vida se le des­moronaba. Dos socios con los que estaba tratando de sacar adelante un par de empresas le anunciaron que habían toma­do la decisión de no continuar trabajando con él. Eran dos contra uno, así que él no podía hacer mucho para influir en la decisión. Le propusieron un acuerdo: recibir 35.000 dólares en efectivo o quedarse con todas las existencias de una pequeña empresa que poseían en común, que en realidad no tenía nin­gún valor. Atónito, se marchó de la oficina y se fue a casa.

—Tan pronto llegué a casa le dije a mi mujer: «Tengo al­go que decirte», a lo cual ella contestó: «Yo también tengo algo que decirte. Quiero divorciarme, he conocido a otro hombre.» Mis tres socios se divorciaban de mí el mismo día. Me sentí tan abrumado que, aunque era ateo, llegué a la con­clusión de que sólo elcielo podía meterse así en la vida de una persona. Esa noche decidí orar. Le dije a Dios: «Si Tú es­tás detrás de esto, háblame. Seguiré la orientación que me des, sea cual sea.»

»Esa noche tuve un sueño. En el sueño iba conduciendo un coche por los Alpes, durante una horrorosa tormenta. La carretera estaba en muy malas condiciones, cubierta de hie­lo, ytenía que aferrar fuertemente el volante para impedir que el coche patinara y se saliera del camino. En un momento dado casi perdí elcontrol y tuve la impresión de que el co­che iba a caer montaña abajo, pero no cayó. Finalmente lo­gré llegar hasta la cima de la montaña, y una vez pasada ésta ya no había tormenta, brillaba el sol y la carretera estaba se­ca ysegura. Continué conduciendo hasta ver una pequeña casita de campo, en cuya ventana ardía una vela para guiar­me y dentro me esperaba comida caliente sobre la mesa.

»Guiándome por el sueño decidí aceptar la oferta de mis socios de quedarme con las existencias de la empresa sin va­lor, porque era de comida de gatos y el coche que yo condu­cía en el sueño era un Jaguar. A mis socios les encantó la elec­ción, pues pensaron que se ahorrarían los treinta y cinco mil dólares. Yo sabía, aunque no muy bien por qué, que al aceptar esa oferta tenía que liberarlos a ellos y a mi esposa sin en­fado. Tenía que despedirme de ellos, aunque, irónicamente, eran ellos los que pensaban que se libraban de mí. Poco después surgieron en mi vida varias oportunidades para sacar adelante esa pequeña empresa. Tal como vaticinó el sueño, los primeros meses de puesta en marcha fueron muy difíci­les; pero yo sabía, por el sueño, que lo conseguiría, así que continué adelante.

«Actualmente poseo una de las empresas más prósperas de Bélgica y dedico gran parte de mi tiempo a otras activi­dades empresariales. Y me volví a casar, con una mujer ma­ravillosa que es la compañera de mi vida en todo el sentido de la palabra. Jamás imaginé nada de lo que hago ahora; só­lo Dios pudo haber conocido este plan. Cada mañana co­mienzo el día con una oración; le agradezco a Dios haberme separado de mí vida anterior, porque yo solo no habría teni­do jamás el valor de dejar a esas tres personas. Ahora, siem­pre que me encuentro con una persona a la que se le ha tras­tocado la vida le digo: "Dios te respalda. No hay nada de qué preocuparse. Estoy seguro."

Todos estos estudios de casos son ejemplos de situacio­nes en los que vemos la verdad sagrada Todos somos uno.El poder espiritual contenido en la sefirá de Shejiná y el sacramento del bautismo se combina con la energía del chakra tribal para darnos «intuición del primer chakra», para ayu­darnos a vivir honradamente entre nosotros ypara desarro­llarnos y trascender las percepciones erróneas que contradi­cen la verdad Todos somos uno.Nuestra siguiente fase de desarrollo es explorar los temas del segundo chakra y la ver­dad sagrada Respetaos mutuamente.