En el otoño de 1982, después de abandonar mi profesión de periodista y obtener un doctorado en teología, fun­dé junto con otras dos personas una editorial llamada Stillrmint. Publicábamos libros sobre métodos de curación alternativos a la medicina oficial. Sin embargo, pese a mi in­terés empresarial en las terapias alternativas, no tenía el me­nor interés personal en ellas. No sentía el más mínimo de­deo de conocer a ningún sanador. Me negaba a meditar, le tomé una profunda aversión a las campanillas que suenan movidas por la brisa, a la música de la New Age y a las con­versaciones sobre horticultura orgánica. Fumaba y bebía café a litros, todavía en la tónica de una osada y curtida re­portera. No estaba en absoluto preparada para una expe­riencia mística.

No obstante, durante ese mismo otoño me fui dando cuenta poco a poco de que mi capacidad perceptiva se había expandido considerablemente. Por ejemplo, un amigo comentaba que un conocido suyo no se encontraba bien, y yo intuía de inmediato la causa del problema. Mis intuiciones eran extraordinariamente exactas y se corrió la voz por la comunidad. Muy pronto comenzaron a llamar por teléfono a la editorial personas que deseaban concertar hora conmigo para que les hiciera una evaluación de su salud. En la prima­vera de 1983 ya hacía lecturas a personas que sufrían diver­sos tipos de crisis existenciales y de salud, desde depresión hasta cáncer.

Decir que estaba perpleja sería un eufemismo. Me sentía confundida y algo asustada. No lograba imaginar cómo me llegaban esas impresiones. Era y sigue siendo como tener sueños despierta, unos sueños impersonales que comienzan a ocurrir tan pronto recibo el permiso de la persona y co­nozco su nombre y su edad. La impersonalidad y la objeti­vidad de estas impresiones es importantísima, porque es lo que me indica que no son invenciones ni proyecciones mí­as. Es como la diferencia entre mirar un álbum de fotogra­fías de un desconocido y uno de la propia familia. En el caso del álbum del desconocido no hay ningún tipo de lazo afec­tivo con nadie. Así, mis impresiones son claras, pero des­provistas de todo carácter emotivo.

Puesto que tampoco sabía el grado de exactitud de mis impresiones, pasados unos dos meses comencé a sentir un intenso temor antes de cada consulta, pues me parecía que dichas experiencias entrañaban un gran riesgo. Soporté los primeros seis meses diciéndome que emplear mi intuición médica era algo así como un juego. Me entusiasmaba acertar porque un acierto significaba al menos que mi cordura esta­ba intacta. Pero, incluso así, siempre me preguntaba: «¿Fun­cionará esta vez?» «¿Y si no recibo ninguna impresión?» «¿Y si me equivoco en algo?» «¿Y si alguien me pregunta algo que no sé contestar?» «¿Y si le digo a la persona que está sa­na y después me entero de que le han diagnosticado una en­fermedad terminal?» Y la pregunta más importante: «¿Qué hace en esta discutible ocupación una periodista y alumna de teología dedicada a editora?»

Me sentía como si de repente, sin tener ninguna prepa­ración, se me hubiera hecho responsable de explicar la vo­luntad de Dios a un montón de personas tristes y asustadas. Lo irónico era que cuantas más personas deseaban com­prender mejor lo que Dios les estaba haciendo, más deseaba yo comprender lo que Dios me estaba haciendo a mí. Esa incertidumbre fue causa de años de migrañas.

Mi deseo era continuar como si mi incipiente habilidad no se diferenciara en nada de una habilidad para preparar pasteles, pero sabía que no era así. Habiendo recibido edu­cación católica y estudiado teología, sabía muy bien que las capacidades transpersonales conducen inevitablemente al monasterio o al manicomio. En el fondo de mi alma sabía que estaba conectando con algo esencialmente sagrado, y ese Conocimiento me desgarraba. Por un lado temía quedar in­capacitada, como los místicos de antaño; por otro, me sen­tía destinada a una vida en la que sería evaluada y juzgada por creyentes y escépticos. Fuera cual fuese el futuro que Imaginaba, me sentía empujada a la desgracia.

Pero de todos modos me fascinaba mi recién descubier­ta capacidad perceptiva, y me sentía obligada a continuar evaluando la salud de personas. Durante esa primera época, las impresiones que recibía eran principalmente sobre la sa­lud física inmediata de la persona en cuestión y el estrés emo­cional o psíquico relacionado con ésta. Pero también veía la energía que rodeaba su cuerpo; la veía llena de información sobre su vida. Veía esa energía como la prolongación de su espíritu. Comencé a darme cuenta de algo que jamás me enseñaron en la escuela: que nuestro espíritu está muy, muy in­tegrado en nuestra vida cotidiana; que encarna nuestros pensamientos y emociones y registra cada uno de ellos, desde los más mundanos hasta los más visionarios. Aunque más o menos se me habían enseñado que después de la muerte el es­píritu «sube» o «baja», según el grado de virtud con el que hayamos vivido, comencé a comprender que el espíritu es mucho más que eso. Participa en cada segundo de nuestra vi­da. Es la fuerza consciente que constituye la vida misma.

Continué realizando lecturas sobre la salud en cierta forma como sí llevara puesto el piloto automático, hasta que un día me ocurrió algo que resolvió mis dudas y mi ambigüe­dad respecto a la habilidad que poseía. Estaba en plena se­sión con una mujer que tenía cáncer. Hacía mucho calor y mesentía cansada. Estábamos sentadas frente a frente en mi pequeña oficina de Stillpoint. Acababa de terminar la eva­luación y me quedé callada un momento, pensando cómo decírselo. Me asustaba decirle que el cáncer se le había ex­tendido por todo el cuerpo. Sabía que me iba a preguntar por qué le había ocurrido esa catástrofe a ella, y me irritó la res­ponsabilidad de tener que contestarle. Pues bien, en el ins­tante en que abría la boca para hablar, ella estiró la mano y la colocó sobre mi pierna. «Caroline —me dijo-—, sé que ten­go un cáncer grave. ¿Podrías decirme por qué me ha ocurri­do esto a mí?»

Mi indignación ante la odiada pregunta creció todavía más, y estaba a punto de gritarle: “¿Cómo quieres que lo se­pa?», cuando de pronto me inundó una energía que jamás había experimentado antes. La sentí moverse por mi cuerpo como si quisiera desplazarme hacia un lado para poder uti­lizar mis cuerdas vocales. Dejé de ver a la mujer que tenía de­lante. Me sentí como si me hubieran reducido al tamaño de una moneda y ordenado «observar» desde el interior de mi cabeza.

Una voz habló por mi boca a la mujer: «Permíteme que te lleve a hacer un recorrido por tu vida y por cada una de las relaciones que has tenido —dijo—. Permíteme que te acom­pañe por lodos los miedos que has sentido y que te muestre que esos miedos te han dominado durante tanto tiempo que ahora la energía vital ya no te nutre.»

Esa «presencia» acompañó a la mujer en el recorrido por todos los detalles de su vida, absolutamente por todos. Le recordó las conversaciones más insignificantes, le enumeró los momentos de inmensa soledad en que había llorado so­la, le recordó todas las relaciones que habían tenido algún sentido para ella. Esa «presencia» me dejó la impresión de que todos y cada uno de los segundos de nuestra vida, y to­das y cada una de las actividades mentales, emocionales, crea­tivas, físicas e incluso de descanso con que los llenamos, son algo conocido y registrado. Cada juicio que hacemos queda registrado; cada actitud que adoptamos es una fuente de po­der, positivo o negativo, del que somos responsables.

Esta experiencia me dejó pasmada. Desde mi puesto, a un lado, comencé a orar, medio por temor y medio por hu­mildad, al verme frente al designio íntimo y último del uni­verso. Siempre había supuesto que nuestras oraciones eran «oídas», pero jamás había sabido cómo. Ni tampoco había imaginado, con mi simple razonamiento humano, cómo al­gún sistema, aunque fuera divino, podía llevar la cuenta de las necesidades de todas las personas, dando prioridad a las peticiones de curación por encima, digamos, de las peticiones de ayuda económica. No estaba preparada para ese espec­táculo sagrado en el que cada segundo de la vida se conside­ra tiernamente algo de gran valor.

Mientras oraba, todavía como simple observadora, pedí que esa mujer siguiera sin percatarse de que no era yo quien le estaba hablando. Si no podía darle una razón que justificase por qué tenía cáncer, tampoco podría explicarle cómo conocía los detalles de su pasado. Tan pronto hice ese ruego, me encontré nuevamente mirándola a la cara. Mi mano esta­ba sobre su rodilla, imitando su gesto, aunque no recordaba haberla puesto allí, y me temblaba todo el cuerpo. Retiré la mano. Ella se limitó a decir: «Muchísimas gracias. Ahora puedo soportarlo todo.» Tras permanecer un momento en silencio, añadió: «Ni siquiera me asusta la muerte. Todo va muy bien.»

Poco después de que se marchara salí yo también, en un estado de profunda conmoción. Mientras caminaba por el hermoso prado que rodea la editorial, accedí a colaborar con esa capacidad intuitiva, fuera cual fuese el resultado.

Desdeese día de otoño de 1983, he trabajado con entu­siasmo en esta actividad de intuitiva médica. Eso significa que empleo mí capacidad intuitiva para ayudar a las perso­nas a entender la energía emocional, psíquica y espiritual que está en el origen de la enfermedad, el malestar o la crisis vi­tal. Soy capaz de percibir el tipo de enfermedad que se ha de­sarrollado, muchas veces antes de que la persona sepa que tiene una enfermedad. No obstante, normalmente las per­sonas con quienes trabajo saben que su vida no está en equi­librio y que algo va mal.

Ningún «primer acontecimiento» espectacular introdu­jo en mi vida esas capacidades intuitivas. Simplemente des­pertaron, con naturalidad, como si siempre hubieran estado allí, a la espera del momento apropiado para salir. Cuando era niña y adolescente, siempre fui intuitivamente despabi­lada, y al igual que les sucede a la mayoría de las personas, mis instintos viscerales me hacían reaccionar. Usted también evalúa, instintiva y a veces conscientemente, las energías de otras personas, pero por lo general conoce a la persona o al menos ha tenido algún contacto con ella antes. Lo insólito de mi intuición es que puedo evaluar a personas con las que jamás he tenido ni el más mínimo contacto. En realidad prefiero no haber tenido con ellas ningún contacto anterior, por­que mirar a la cara a una persona asustada obstaculiza enor­memente mi capacidad de «ver» con claridad.

Con el uso, mi intuición se ha hecho más precisa. Aho­ra la considero casi normal, aunque cómo funciona siempre seguirá siendo algo misterioso. Si bien puedo enseñarle has­ta cierto grado la manera de ser intuitivo, la verdad es que no sé muy bien cómo lo aprendí yo. Supongo que adquirí esta enorme intuición debido a mi curiosidad por los temas es­pirituales, combinada con la profunda ilustración que sentí al ver que mi vida no resultaba tal como la había planeado. Por otra parte, es igualmente posible que mi intuición mé­dica fuera sencillamente la consecuencia de algo que comí.

Sabiendo cómo trabajan los dioses, no me sorprendería en absoluto.

No me ha sido fácil perfeccionar mis intuiciones, ni si­quiera después de haberme comprometido a colaborar en ello. No tenía ningún modelo ni maestro, aunque finalmen­te conté con el apoyo y la orientación de colegas médicos. Pero ahora, después de catorce años de trabajo continuado, esta habilidad me parece un sexto sentido. Para mí eso sig­nifica que es hora de que enseñe a otras personas el lengua­je de la energía y la intuición médica.

Trabajando con mis intuiciones he identificado las cau­sas emocionales y psíquicas de la enfermedad. Indudable­mente existe una fuerte conexión entre el estrés, tanto físico como emocional, y las afecciones concretas. Esta conexión ha sido bien documentada en lo que se refiere a las enferme­dades cardíacas y la hipertensión, por ejemplo, y la llamada personalidad tipo A, término utilizado para referirse a per­sonas cuyo comportamiento es muy competitivo, agresivo e impaciente, que siempre tienen prisa, lo que las hace pro­pensas a dolencias cardíacas. Mis percepciones concretas, sin embargo, me han enseñado que el estrés o malestar emo­cional y espiritual es la raíz de todas las enfermedades físicas. Además, algunas crisis emocionales y espirituales tienen una correspondencia muy específica con trastornos en determi­nadas partes del cuerpo. Por ejemplo, las personas que acu­den a mí aquejadas de una enfermedad cardíaca han tenido experiencias que las indujeron a cerrarse a la intimidad o el amor. Las personas que sufren dolores en la parte inferior de la espalda han tenido constantes problemas económicos; las personas enfermas de cáncer tienen conexiones no resueltas con el pasado, asuntos inconclusos y problemas emociona­les; las personas que padecen enfermedades sanguíneas tie­nen conflictos muy arraigados con su familia. Cuanto más estudiaba el sistema energético humano, más comprendía que en nuestro cuerpo o en nuestra vida muy pocas cosas se generan «al azar». La conexión entre el estrés emocional y espiritual y una enfermedad concreta se entiende mejor en el contexto de la anatomía del sistema energético humano, es decir, la anatomía de nuestro espíritu, que forma el núcleo de lo que actualmente enseño a lo largo y ancho de Estados Unidos y en muchos otros países, y que es el tema principal de este libro.

Ser médicamente intuitiva me ha servido para aprender, no sólo acerca de las causas energéticas de las enfermedades, sino también de los retos que afrontamos al curarnos a nosotros mismos. Para mí fue muy importante comprender que la «curación» no siempre significa que el cuerpo físico se recu­pera de una enfermedad. Curación puede significar también que el espíritu de la persona se libera de miedos y pensamien­tos negativos, hacia sí misma u otras personas, que ha tenido durante mucho tiempo. Este tipo de liberación y curación es­piritual puede producirse aunque el cuerpo físico muera.

Aprender el lenguaje del sistema energético humano es un medio para comprendernos a nosotros mismos, un me­dio para salir airosos de esos retos espirituales. Al estudiar la anatomía de la energía identificará las pautas o modalidades de su vida, y la profunda interrelación que existe en el fun­cionamiento de mente, cuerpo y espíritu. Este conocimien­to propio le proporcionará placer y paz mental, y al mismo tiempo lo conducirá a la curación emocional y psíquica.

Esta introducción a la intuición médica es el resultado de catorce años de investigación sobre la anatomía y la intui­ción, el cuerpo y la mente, el espíritu y el poder. En estas pá­ginas le enseñaré el lenguaje de la energía con el que trabajo. Adquiriendo un buen conocimiento de la anatomía de la energía, se dará cuenta también de que su cuerpo es la mani­festación de su espíritu. Podrá leer su cuerpo corno si fuera un escrito. Entender el idioma de que la energía capacita a la persona para ver el espíritu en su cuerpo y para comprender qué genera y fortalece esa energía, a la vez que la hace resistente a ella. El idioma de la energía le dará una nueva visión, una nueva perspectiva de su poder personal. También des­cubrirá qué debilita su espíritu y su poder personal, a fin de evitar más fugas de energía. La aplicación de este lenguaje y esta comprensión del sistema energético humano le servirá para tener impresiones intuitivas más claras que, al ofrecer­le referencias concretas basadas en el cuerpo, eliminarán esa sensación de estar mirando ciegamente al vacío en busca de información.

En este libro recurro a la sabiduría antiquísima, profun­da y permanente de varias tradiciones espirituales —los chakras hindúes, los sacramentos cristianos y el árbol de la vida de la cábala—, para presentar una nueva visión de cómo fun­cionan unidos el cuerpo y el espíritu. Observe, por favor, que no he incluido las copiosas enseñanzas del islamismo, no porque no respete sus verdades sino porque no he vivido es­ta tradición como he vivido las enseñanzas judeocristianas, hindúes ybudistas; por lo tanto, no me siento capaz de es­cribir con honradez acerca del islamismo. Aprendiendo a considerar su cuerpo y su espíritu de un modo inspirado en viejas verdades, podrá empezar a desarrollar su intuición y a comprender y manejar su espíritu.

Mi primera idea fue centrar este libro «simplemente» en torno al sistema energético humano, a la filosofía y la prác­tica del diagnóstico basado en la energía, y a la intuición médica, pero cuando comencé a escribirlo me di cuenta de que no podía explicar con precisión estos conceptos de energía sin el marco espiritual. Creo que estamos hechos para entender nuestros cuerpos-mentes como poderes espirituales individuales que expresan una energía divina superior. Esta­mos hechos para descubrir nuestro poder personal y tam­bién nuestra finalidad compartida de estar vivos dentro de un contexto espiritual.

Todos compartimos la realidad de tener un tipo de cuer­po físico que enferma o sana por los mismos motivos. Todos tenemos crisis emocionales o psíquicas comunes a la expe­riencia humana. Todos tememos el abandono, la pérdida de seres queridos y la traición; el sentimiento de rabia es tan tó­xico en el cuerpo de un judío como en el de un cristiano o un hindú; todos nos sentimos atraídos por el amor. En lo que se refiere a la salud del espíritu y del cuerpo, no hay diferencias entre nosotros.

Así pues, el enfoque mente-cuerpo de este libro está im­buido del lenguaje espiritual de la visión simbólica. La vi­sión simbólica es una manera de verse y comprenderse, de ver y comprender a los demás y los acontecimientos de la vida desde la perspectiva de modalidades o pautas arquetípicas universales. Desarrollar esa visión simbólica incre­mentará su capacidad intuitiva porque le enseñará una ob­jetividad sana que saca a la luz el sentido simbólico de los acontecimientos, las personas y los desafíos, muy especial­mente, tal vez, el doloroso desafío de la enfermedad. La vi­sión simbólica permite percibir el propio espíritu y la ilimi­tada capacidad que tenemos cada uno para la curación y la salud o integridad.

Las personas que asisten a mis charlas y seminarios son muy variadas. Son profesionales de la salud, personas que buscan ayuda para sí mismas o personas que desean ser in­tuitivas médicas. Todas ellas comparten el deseo común de comprender el poder de su espíritu; desean desarrollar una claridad interior, su propia voz intuitiva. Los médicos que llenan mis seminarios me cuentan la frustración que sienten cuando tienen la corazonada de que bajo la enfermedad de un paciente hay una causa emocional o incluso espiritual subyacente, y carecen de libertad para hacer un diagnóstico espiritual porque las ideas espirituales no tienen ninguna au­toridad en la ciencia oficial. Muchos médicos se reservan sus impresiones intuitivas porque, como dice uno, «las corazo­nadas y las pruebas todavía no son compatibles con los re­quisitos de los seguros médicos». Otro médico me comentó: «No me hace falta intuición médica; tengo bastante. Lo que me hace falta es conocer los comportamientos de la fa­milia y los problemas espirituales más profundos de mis pa­cientes, porque sé que ésa es la información que necesitan para sanar. Necesitan algo más que medicamentos, ya que éstos sólo enmascaran temporalmente sus síntomas.» El de­seo de un contexto y una interpretación espiritual de la vida es universal. Creo que el lenguaje de la energía y la práctica de la visión simbólica pueden salvar el abismo existente en­tre la perspectiva de la medicina oficial y la perspectiva espi­ritual de la salud y la curación.

De todos modos, como he dicho antes, el hecho de in­tuir la presencia de enfermedad al principio me asustó y per­turbó mi falta de contexto médico y espiritual. Por eso, du­rante los dos primeros años me reservaba gran parte de la información que percibía. Limitaba mis servicios a ayudar a las personas a interpretar el estrés y los factores emociona­les, psíquicos y espirituales subyacentes al desarrollo de sus enfermedades. No hablaba de tratamientos médicos especí­ficos ni de intervenciones quirúrgicas, sino que aconsejaba a los clientes que consultaran un médico. Pero en 1984 cono­cí al doctor C. Norman Shealy y comencé con él un progra­ma intensivo de formación en la anatomía física del cuerpo humano. Hablando con los pacientes, personalmente y a tra­vés de Norm, acerca de su vida y sus enfermedades, logré afinar mi comprensión de las impresiones que recibía. Esto me proporcionó la zona de tranquilidad que necesitaba para que madurara mi habilidad, aunque sigo sin tratar a los clientes y sólo intento ayudarlos a interpretar los problemas espiri­tuales que están en la raíz de sus crisis emocionales o físicas.

A lo largo de los años de trabajo con Norm, que se con­virtió en mi colega médico y querido amigo, me di cuenta de que mi habilidad es muy valiosa en las fases anteriores al desarrollo real de la enfermedad física. Antes de que el cuerpo produzca una enfermedad física, hay indicadores de energía que nos dicen que estamos perdiendo vitalidad, por ejemplo, un estado de letargo o de depresión prolongado. Las perso­nas que están en esas fases suelen buscar el consejo de su mé­dico porque saben que no se sienten bien, captan señales de pérdida de energía. No obstante, con frecuencia las pruebas y los exámenes médicos indican que no pasa nada, porque todavía no pueden identificar que ocurra algo en el plano fí­sico. Las pruebas médicas en uso no pueden medir la pérdi­da de energía, y la mayoría de los médicos no dan crédito a la idea de la disfunción energética. Sin embargo, constante­mente aparecen enfermedades desconcertantes que no res­ponden a los tratamientos médicos vigentes. Algunas de ellas, el sida por ejemplo, se pueden diagnosticar con méto­dos médicos, mientras que otras parece ser que se generan debido al ritmo acelerado de nuestra vida y la constante ex­posición a la energía electromagnética de ordenadores, an­tenas parabólicas, teléfonos móviles y demás aparatos con los que sobrecargamos el medio ambiente. Por el momento, trastornos tales como el síndrome de cansancio crónico y otros relacionados con el medio ambiente se consideran en­fermedades «no oficiales»; según los criterios de la medici­na oficial carecen de una causa microbiana identificable. Pero sin duda alguna son enfermedades oficiales según la defini­ción energética de disfunción de la salud, porque sus sínto­mas indican que el paciente está experimentando una pérdida de energía en el campo energético.

La intuición médica puede servir a los médicos que com­prenden que el cuerpo humano es a la vez un sistema físico y un sistema energético, que sitúan la experiencia humana en un contexto espiritual, para identificar el estado energético de una enfermedad física y tratar la causa subyacente además de los síntomas. El tratamiento del campo energético admite diversas terapias, entre ellas la orientación psicológica, la acu­puntura, el masaje y la homeopatía. El ingrediente esencial para la curación de la energía sigue siendo, de todos modos, la participación activa del paciente. Por apremiante que sea el aviso de un intuitivo médico sobre la probabilidad de una enfermedad, los avisos no curan. Los actos, sí.

Nada me agradaría más que transmitir inmediatamente mi habilidad intuitiva a través de libros y seminarios. Pero la verdad es que se requieren anos de práctica para desarrollar plenamente las propias intuiciones. Mis años de práctica en calidad de «residente intuitiva» con Norm, neurocirujano formado en Harvard y ex presidente del Colegio de Médi­cos Holísticos de Estados Unidos, me dieron la preparación necesaria para trabajar como profesional. Cualquiera puede beneficiarse de las enseñanzas que presento en este libro, pe­ro, dado que es esencial un programa de residencia para de­sarrollar plenamente la intuición, en un futuro próximo, Norm y yo tenemos la intención de ayudar a los alumnos con capacidad intuitiva médica a realizar sus prácticas como residentes en centros holísticos de salud de todo el país. Ac­tualmente realizamos en su granja de Springfield (Missouri) un programa sobre la ciencia de la intuición, cuyo objetivo es enseñar a las personas a utilizar su intuición como parte normal de sus habilidades perceptivas.

La idea de un programa de residencia intuitiva médica habría parecido bastante absurda hace diez años, pero des­de entonces hasta ahora ha aumentado la receptividad social hacia tratamientos médicos que aplican el antiquísimo co­nocimiento de la circulación de la energía por el interior y alrededor del cuerpo humano, entre otros, la acupuntura, la acupresión y el chi-kung. Como escribe el doctor Larry Dossey en Meaning and Medicine,necesitamos ejercer la «Medicina de la III Era», es decir, terapias que combinen mé­todos espirituales y físicos, holísticos y alopáticos para la cu­ración física y emocional. No puedo dejar de pensar que las personas intuitivas médicas llegarán finalmente a ser miem­bros esenciales de los equipos de asistencia médica, tanto en este país como en el resto del mundo.

El sistema médico oficial está a punto de reconocer la co­nexión entre las disfunciones energéticas o espirituales y la enfermedad. Es inevitable que algún día salve el abismo que actualmente existe entre cuerpo y mente, pero mientras tanto podemos sanarnos a nosotros mismos construyendo nuestros propios puentes hacia el espíritu, aprendiendo el lenguaje de la energía y la habilidad de la visión simbólica. Espero que a lo largo de este libro aprenda a pensar en sí mismo utilizando el lenguaje de la energía con tanta claridad como ahora ve su cuerpo físico, y que comience a ocuparse de su espíritu con tanta conciencia como se ocupa de su cuerpo físico