Desde que tuve mis primeras intuiciones médicas he sa­bido que éstas se refieren fundamentalmente al espíritu hu­mano, a pesar de que describen problemas físicos y de que yo utilizo el lenguaje de la energía para explicárselas a los demás. «Energía» es una palabra neutra; no tiene ninguna asociación religiosa ni evoca temores arraigados sobre la relación perso­nal con Dios. Es mucho menos inquietante escuchar: «Se le ha agotado la energía», que: «Su espíritu está intoxicado.» Sin embargo, muchas de las personas que han acudido a mí en rea­lidad han sufrido una crisis espiritual. Yo les he explicado esa crisis como un trastorno energético, pero habría sido más útil para ellas si lo hubiera hecho también en términos espirituales.

Después de comprender las correspondencias entre los chakras orientales y los sacramentos religiosos occidentales introduje finalmente el lenguaje espiritual en mis explicaciones energéticas. Esto ocurrió repentinamente, durante uno de mis seminarios sobre la anatomía de la energía. Cuan­do estaba haciendo la introducción dibujé en la pizarra sie­te círculos, dispuestos vertical mente, para representar los centros de poder del sistema energético humano. Al mirar los círculos vacíos caí en la cuenta de que no sólo hay siete chakras, sino también siete sacramentos cristianos. En ese momento comprendí que su mensaje espiritual es el mismo. Después, cuando estaba investigando y explorando en más profundidad sus similitudes, descubrí que la cábala también tiene siete enseñanzas semejantes. La correspondencia entre estas tres tradiciones me llevó a comprender que la espiri­tualidad es mucho más que una necesidad psíquica y emo­cional: es una necesidad biológica innata. Nuestro espíritu, nuestra energía y nuestro poder personal son una sola y úni­ca fuerza.

Lassiete verdades sagradas que comparten estas tradicio­nes están en el núcleo de nuestro poder espiritual. Nos ense­ñan la forma de orientar el poder, o fuerza vital, que circula por nuestro organismo. En efecto, encarnamos esas verdades en nuestros siete centros de poder; forman parte de nuestro sistema interno de orientación física y espiritual, y al mismo tiempo son un sistema externo de orientación para nuestro comportamiento espiritual y para la creación de salud. Nues­tra tarea espiritual en esta vida consiste en aprender a equili­brar las energías del cuerpo y el alma, del pensamiento y la acción, del poder físico y el poder mental. Nuestro cuerpo contiene una plantilla o programa inmanente para la curación.

El libro del Génesis nos dice que el cuerpo de Adán fue creado «a imagen de Dios». El mensaje de esta frase es a la vez literal y simbólico. Significa que las personas somos ré­plicas energéticas de un poder divino, un sistema de siete energías primarias cuyas verdades estamos destinados a explorar y desarrollar a través de la experiencia llamada vida.

Cuando entendí que el sistema energético humano en­carna estas siete verdades, ya no pude limitarme a un voca­bulario de la energía y comencé a incorporar ideas espiri­tuales a mis diagnósticos intuitivos. Dado que nuestro diseño biológico es también un diseño espiritual, el lenguaje com­binado de energía y espíritu pasa por diversos sistemas de creencias; abre avenidas de comunicación entre los credos e incluso permite a las personas volver a culturas religiosas anteriormente rechazadas, descargadas de dogmas religiosos. Las personas que asisten a mis seminarios han adoptado de buena gana este lenguaje de energía-espíritu para referirse a las dificultades que conllevan sus enfermedades físicas, tras­tornos causados por el estrés o sufrimiento emocional. Ver el problema dentro de un marco espiritual acelera el proce­so de curación, porque añade una dimensión de sentido y fi­nalidad a sus crisis y las capacita para contribuir a curarse a sí mismos; co-crean su salud y re-crean su vida. Puesto que el estrés humano siempre corresponde a una crisis espiritual y es una oportunidad de aprendizaje espiritual, casi cualquier enfermedad permite una nueva percepción respecto al uso, mal uso o mala dirección del espíritu o poder personal.

La mayoría de las tradiciones religiosas y culturales, des­de los antiguos griegos e hindúes hasta los chinos y los ma­yas, consideran divino el origen de la conciencia humana, el espíritu o el poder.

La mayoría de los mitos de todas las culturas hablan de la interacción entre la divinidad y la humanidad, en historias de dioses que se unen con seres humanos para engendrar hi­jos semejantes a dioses ysemidioses. Estos hijos encarnan todo el espectro del comportamiento humano, desde gran­des actos de creación, destrucción y venganza, o mezquinos actos de celos, rivalidad y rencor, hasta actos trascendenta­les de metamorfosis, unión sexual y sensualidad.

Las primeras culturas que crearon estas mitologías divi­nas exploraron así su naturaleza emocional y psíquica y los poderes intrínsecos del espíritu humano. Cada cultura ex­presaba así sus ideas respecto a las transformaciones y los tránsitos del viaje espiritual universal, el viaje del héroe, en palabras de Joseph Campbell.

Entre las historias de Dios, sin embargo, la tradición ju­día es única, porque jamás se describe a Yahvé como un ser sexuado. A Dios se le atribuye una mano derecha y una mano izquierda, pero la descripción jamás continúa «más abajo de la cintura». A diferencia de otras tradiciones espi­rituales, los judíos transfirieron a Yahvé solamente algunas cualidades humanas, manteniendo una relación más distan­te con ese inaccesible Divino.

Pero cuando apareció en escena el cristianismo, sus se­guidores, todavía judíos entonces, dieron a Dios un cuerpo humano y lo llamaron Jesús, el hijo de Dios.

La gran herejía de los cristianos, según los otros judíos, fue cruzar el límite biológico y comenzar su nueva teología con un acontecimiento bioespiritual: la Anunciación. En la Anunciación, el ángel Gabriel anuncia a la Virgen María que goza de gran favor ante el Señor y va a dar a luz un hijo al que llamará Jesús. La implicación aquí es que Dios es el pa­dre biológico de este hijo. De pronto, el principio divino abs­tracto del judaísmo, llamado Yahvé, se acopla con una mu­jer humana.

Los cristianos hicieron del nacimiento de Jesús una «te­ología biológica», y convirtieron su vida en una prueba de que la humanidad está hecha «a imagen y semejanza de Dios». Judíos y cristianos creían por igual que nuestro cuer­po físico, en particular el masculino, era semejante al de Dios. Escritos teológicos más contemporáneos han puesto en du­da esa semejanza biológica, modificándola y convirtiéndola en una semejanza espiritual, pero de todas formas queda el concepto original de que biológicamente estamos hechos a imagen de Dios, importante aspecto literal y arquetípico de la tradición judeocristiana.

El hilo común a todos los mitos espirituales es que los seres humanos nos vemos inevitablemente impulsados a fu­sionar nuestro cuerpo con la esencia de Dios, que deseamos tener lo Divino en los huesos y en la sangre, en nuestra com­posición mental y emocional.

En los sistemas de creencia de todo el mundo, los conceptos de la naturaleza espiritual de lo Divino reflejan las me­jores cualidades y características humanas. Puesto que en nuestro mejor aspecto somos compasivos, Dios tiene que ser omnicompasivo; puesto que somos capaces de perdonar, Dios tiene que ser omniperdonador; puesto que somos ca­paces de amar, Dios tiene que ser sólo amor; puesto que in­tentamos ser justos, la justicia divina debe regir nuestros es­fuerzos por equilibrar lo malo y lo bueno. En las tradiciones Orientales, la justicia divina es la ley del karma; en el mundo cristiano es el fundamento de la regla de oro. De una u otra manera, hemos tejido lo Divino en todos los aspectos de la vida, el pensamiento y las obras.

Actualmente, muchos buscadores espirituales tratan de impregnar su vida cotidiana de una mayor conciencia de lo sagrado, esforzándose en actuar como si cada una de sus ac­titudes expresara su esencia espiritual. Esta forma conscien­te de vivir es una invocación, una petición de autoridad es­piritual personal; representa el abandono de la relación clásica padre-hijo con Dios de las antiguas religiones y un avance hacia la edad adulta espiritual. La maduración espi­ritual supone no sólo desarrollar la capacidad de interpretar i los mensajes más profundos de los textos sagrados, sino también aprender a leer el lenguaje espiritual del cuerpo. Cuan­do nos hacemos más conscientes y reconocemos el efecto de los pensamientos y actitudes (la vida interna) sobre el cuerpofísico y la vida externa, ya no necesitamos concebir a un Dios-Padre externo que crea para nosotros y del cual de­pendemos totalmente. En calidad de adultos espirituales, aceptamos la responsabilidad de co-crear nuestra vida y nuestra salud. La co-creación es en realidad la esencia de la edad adulta espiritual, el ejercicio de elegir y aceptar que so­mos responsables de lo que elegimos.

Administrar nuestro poder de elección es el reto divi­no, el contrato sagrado que hemos venido a cumplir. Comienza por elegir cuáles van a ser nuestros pensamientos y actitudes. Mientras que en otro tiempo elección significa­ba la capacidad para reaccionar ante lo que Dios ha creado para nosotros, ahora significa que participamos en lo que ex­perimentamos, que co-crearnos nuestro cuerpo físico me­diante la fuerza creativa de nuestros pensamientos y emo­ciones.

Las sietes verdades sagradas de la cábala, los sacramen­tos cristianos y los chakras hindúes apoyan nuestra trans­formación gradual en adultos espirituales conscientes. Estas enseñanzas literales y simbólicas redefinen la salud espiri­tual y biológica y nos sirven para entender lo que nos man­tiene sanos, lo que nos hace enfermar y lo que contribuye a sanarnos.

Las siete verdades espirituales trascienden las fronteras culturales, y en el plano simbólico constituyen un mapa de carreteras para nuestro viaje por la vida, un mapa de carreteras impreso en nuestro diseño biológico. Una y otra vez los textos sagrados nos dicen que la finalidad de la vida es comprender y desarrollar el poder del espíritu, poder que esesencial para nuestro bienestar mental y físico. Abusar de este poder agota el espíritu y arrebata fuerza vital al cuerpo físico.

Dado que la energía divina es inherente a nuestro organismo biológico, todo pensamiento que nos pasa por la mente, toda creencia que alimentamos, todo recuerdo al que nos aferramos, se traduce en una orden positiva o negativa a nuestro cuerpo y espíritu. Es magnífico vernos a través de estas lentes, pero también resulta apabullante, puesto que ninguna parte de nuestra vida o nuestros pensamientos es impotente, ni siquiera privada. Somos creaciones biológicas de diseño divino. Una vez que esta verdad forma parte de nuestra conciencia, no podemos seguir llevando una vida corriente.