La expresión «Si no te amas a ti mismo no puedes amar a nadie» es muy común. Sin embargo, para muchas personas amarse a sí mismas continúa siendo un concepto vago que se suele manifestar de diversas formas materiales, como com­prarse un montón de cosas por capricho o tomarse unas fa­bulosas vacaciones. Pero recompensarse con viajes y capri­chos, es decir, utilizar el placer físico para expresarse afecto, es el amor del tercer chakra. Si bien este tipo de recompensa resulta placentero, puede obstruir el contacto con las turbulencias emocionales más profundas del corazón, que surgen cuando necesitamos evaluar una relación, un trabajo o algu­na otra circunstancia difícil que afecta a nuestra salud. Amar­se a sí mismo, como desafío del cuarto chakra, significa tener valor para escuchar los mensajes de las emociones y las directrices espirituales del corazón. El arquetipo al que con más frecuencia nos guía el corazón para sanar es el del «ni­ño herido».

El «niño herido» que hay dentro de cada uno de nosotros contiene estructuras emocionales lesionadas o atrofia­das de nuestra juventud, en forma de recuerdos dolorosos, actitudes negativas e imágenes personales disfuncionales. Sin darnos cuenta, podríamos continuar actuando dentro de es­tas estructuras cuando somos adultos, aunque con otras modalidades. Por ejemplo, el miedo al abandono se convierte en celos, y el abuso sexual en sexualidad disfuncional, lo que suele ser causa de una repetición de las mismas violaciones con nuestros propios hijos. La imagen negativa que tiene un niño de sí mismo puede convertirse después en causa de dis­funciones, como la anorexia, la obesidad, el alcoholismo y otras adicciones, o en temor obsesivo al fracaso. Estas mo­dalidades pueden dañar las relaciones afectivas, la vida per­sonal y profesional, y la salud. El amor a sí mismo comien­za por enfrentarse a esta fuerza arquetípica del interior de la psique y liberarnos de la autoridad del niño herido. Si no se curan, las heridas nos mantienen anclados en el pasado.

Derck es un empresario de treinta y siete años que asis­tió a uno de mis seminarios porque deseaba resolver algunos recuerdos dolorosos de su infancia. De niño había sufrido muchísimos malos tratos. A menudo lo golpeaban y le nega­ban la comida cuando tenía hambre, y también lo castigaban obligándolo a ponerse zapatos demasiados pequeños para él. En cuanto terminó la segunda enseñanza se marchó de casa, se costeó él mismo los estudios de formación profesio­nal y después se dedicó al comercio. Cuando lo conocí estaba casado, era muy feliz en su matrimonio y tenía dos hijos pequeños. Según sus palabras, había llegado el momento de enfrentarse a los recuerdos de la infancia, que hasta ese mo­mento había conseguido mantener a distancia, al igual que a sus padres. Su padre había muerto hacía poco, y su madre estaba deseosa de recuperar algo de su relación con él. Él accedió a verla, y ensu primer encuentro le exigió que le ex­plicara por qué ella y su padre lo habían tratado tan mal cuan­do era niño.

Al principio su madre negó todo maltrato, pero final­mente le echó al padre la culpa de las pocas cosas que logró recordar y dijo que si hubiera sabido que él se sentía tan des­graciado habría hecho algo para remediarlo. Después se pu­so emotiva y le preguntó cómo podía tratarla con tanta du­reza cuando ella acababa de enviudar. Se trata una reacción bastante típica de un progenitor abusivo cuando un hijo adulto se enfrenta a él.

Derek escuchó atentamente mi charla sobre los recuer­dos individuales y tribales. No creía que sus padres fueran malas personas, sino simplemente que estaban asustados y tal vez no se daban cuenta de lo que hacían. Al final del se­minario me dijo que le había dado mucho en que pensar y que me lo agradecía.

Alrededor de unos cuatro o cinco meses después del se­minario, Derek me envió una nota. Había decidido que la vi­da es demasiado corta para albergar malos recuerdos, y que prefería creer que la vuelta de su madre a su vida era una oportunidad para mostrarle una forma más amorosa de vi­da, mediante su propio matrimonio y la crianza de sus hijos. Continuaba viendo regularmente a su madre y creía que al­gún día «todo estaría bien».

La historia de Derek ejemplifica la orientación sanado­ra procedente de la Sefirá de Tiféret, que en su caso le dijo que necesitaba reconsiderar sus recuerdos emocionales. Co­mo siempre hace, a Derek esta orientación le llegó en el momento en que estaba lo suficientemente maduro para actuar de conformidad con ella. Seguir la propia orientación intui­tiva es la forma superior de cuidado preventivo de la salud. Las energías espirituales de su corazón le avisaron de que sus recuerdos negativos podrían comenzar a dañar su salud física. El sistema intuitivo de todas las personas funciona así; es raro que no nos avise de las corrientes negativas que pueden hacernos, y nos harán, daño, o que no nos diga cómo podemos optar por liberarnos de esas energías negativas antes de que se conviertan en una enfermedad física.

Sanar es posible mediante actos de perdón. En la vida y las enseñanzas de Jesús, el perdón es un acto de perfección espiritual, pero también un acto físicamente curativo. El perdón no es una mera opción, sino una necesidad para la cura­ción. Jesús siempre sanaba primero los sufrimientos emocio­nales de sus pacientes; la curación física venía naturalmente después. Si bien las curaciones de Jesús han sido interpreta­das por muchos teólogos y maestros de escuela dominical co­mo una recompensa divina por la confesión de mala conducta por parte del receptor, el perdón es un acto espiritual esencial que ha de producirse para que la persona se abra totalmente al poder sanador del amor. Amarnos a nosotros mismos sig­nifica querernos lo suficiente para perdonar a las personas de nuestro pasado, a fin de que las heridas ya no puedan hacer­nos daño, porque nuestras heridas no hacen daño a quien nos hirió, sino a nosotros. Desprendernos de esas heridas nos ca­pacita para pasar de la relación infantil con lo Divino, de los tres primeros chakras, a una relación en que participamos con lo Divino en la manifestación del amor y la compasión del cuarto chakra.

Las energías del cuarto chakra nos impulsan aún más ha­cia la madurez espiritual que trasciende el diálogo padre-hijo con lo Divino, trasciende el pedir explicaciones de los acontecimientos, trasciende el miedo a lo inesperado. El ni­ño herido cree que lo Divino es un sistema de recompensa y castigo, y que tiene explicaciones lógicas para todas las ex­periencias dolorosas. El niño herido no entiende que en to­das las experiencias, por dolorosas que sean, hay percepcio­nes y conocimiento espiritual. Mientras pensemos como niño herido, amaremos condicionalmente y con mucho mie­do a las pérdidas.

Nuestra cultura en general está evolucionando hacia la curación de su insistencia en las heridas y en el ser víctimas. De todos modos, una vez que estamos dentro del poder de las heridas, nos resulta difícil ver la manera de liberarnos de ese poder negativo y avanzar para llegar a ser «no heridos» y autocapacitados. La nuestra es una «cultura del cuarto chakra» que aún no ha salido de las heridas para entrar en la edad adulta espiritual.